CAPÍTULO 4. La primera orden.

Escrito el 14/11/2024
DAYLIS TORRES SILVA

1

Renzo se giró hacia los hombres que seguían de pie en el oscuro callejón, expectantes, y luego miró a ese que le había llevado la noticia.

—Págales y que se larguen —ordenó con frialdad, señalando a los que habían traído a Moon.

La expresión en su rostro no mostraba ni agradecimiento ni interés. Ellos habían hecho su parte, pero para Renzo no eran más que peones, gente que cumplía con tareas pequeñas por pequeñas recompensas.

Un segundo después Renzo observó a la chiquilla que seguía allí, más inconsciente que dormida contra su pierna. Se agachó y la levantó en brazos con facilidad, notando lo extremadamente liviana que era.

Y Moon, aún envuelta en suciedad, se hundió en la oscuridad de su inconsciencia. No hizo ningún gesto de resistencia ni emitió sonido alguno. Era como si se hubiera rendido completamente, como si al haber encontrado a Il Diávolo, por fin hubiera dejado de luchar.

Renzo se dirigió hacia su coche, un elegante sedán negro que esperaba en una esquina oscura del callejón. Los faros iluminaron bajaron mientras uno de sus hombres le abría la puerta y él subía sin pronunciar palabra. Acomodó a la niña en el asiento trasero, y luego solo dio una orden con tono seco:

—Al hospital.

El conductor asintió y aceleró de inmediato. El viaje fue silencioso, salvo por el suave ronroneo del motor, porque los más cercanos habían aprendido a la primera a hablar lo menos posible cuando él estaba. Renzo se mantuvo mirando por la ventana, con los pensamientos perdidos en recuerdos muy viejos, pero su mirada de vez en cuando volvía a la figura frágil de Moon en el asiento trasero.

Llegaron a aquel hospital privado poco después. No era un lugar común, sino uno de esos hospitales discretos, exclusivos, donde nadie hacía preguntas y donde los pacientes tenían un control absoluto de su privacidad. Una mujer de bata blanca los esperaba en la entrada, una doctora de mediana edad con una mirada segura. Ya había tratado con Renzo antes, y sabía que cuando él llamaba, no se trataba de un caso ordinario.

—La necesito completamente revisada —fue todo lo que Renzo le dijo mientras le entregaba a Moon sobre una camilla—. No puede faltar nada.

—Por supuesto señor Viscontti, la revisaremos y lo llamaré cuando…

—Me quedaré —siseó él sin una gota de emoción.

Y la doctora se ahorró decirle cuánto podía demorar, solo asintió y se llevó a la niña al interior del hospital.

Renzo esperó en el pasillo durante dos largas horas, de pie junto a la ventana, observando la ciudad que empezaba a despertar bajo el cielo aún oscuro. Su paciencia era infinita a veces, y aunque no le gustaba perder el tiempo, sabía que era necesario. Moon estaba dañada, de eso no había duda, pero quería saber cuán profundo era ese daño.

Finalmente, la doctora salió, cerrando la puerta de la sala de examen tras de sí. Se acercó a Renzo, y mantuvo su misma postura calmada de siempre.

—Está desnutrida, es posible que no haya comido bien en meses. Tiene una infección respiratoria leve, con los antibióticos correctos la superará —dijo y luego apretó los labios, pero sabía que aquel cliente no era de andarse con rodeos—. No hay evidencias de penetración forzada, pero sabemos que es no es la única forma de abuso sexual. Tiene marcas de correas en las muñecas y en los tobillos, así que es evidente que la han tenido atada durante algún tiempo; y también tiene marcas de golpes, por la forma, probablemente un cinturón. Puede esperar crisis de ansiedad, terrores nocturnos, depresión o algún desorden peor, y sobre todo muchos gritos. Cosas como esta no se superan con facilidad.

Renzo no respondió. No era necesario. Su rostro permanecía inmutable, pero algo en sus ojos oscuros parecía endurecerse más.

—Báñela antes de entregármela —fue todo lo que dijo, y su voz resonó con una autoridad que no admitía cuestionamientos.

La doctora asintió y regresó a la sala, mientras Renzo permanecía en el mismo lugar, mirando por la ventana. No era alguien que mostrara simpatía o compasión a menudo, a veces creía que  no las tenía, pero había hecho un trato y si ella estaba cumpliendo su parte, entonces él cumpliría la suya.

Pasó casi otra hora antes de que le entregaran a Moon, ahora limpia, con el cabello aún mojado y envuelta en una bata blanca. Seguía profundamente dormida, probablemente exhausta después de lo que debía haber sido una vida de pesadillas. Renzo la llevó nuevamente al auto, y esta vez condujeron directamente hacia su casa.

Al llegar, la enorme mansión permanecía en silencio. Renzo no se molestó en despertar a ninguno de los sirvientes; simplemente llevó a Moon a una de las habitaciones del servicio, un cuarto impersonal, pero limpio y ordenado, y la dejó allí sobre la cama.

Tenía muchas en qué pensar, y no dormir mucho era natural para él. Esperaba que la chiquilla durmiera al menos hasta el mediodía, sin embargo el amanecer estaba despuntando cuando Moon volvió a abrir los ojos. El techo desconocido la confundió por un momento. Sentía el cuerpo adolorido, pero por primera vez en mucho tiempo, no sentía miedo. Solo cansancio. Mucho, mucho cansancio.

Se incorporó lentamente, observando la habitación pequeña y simple donde se encontraba. Los recuerdos de las últimas horas eran confusos, pero lo único claro era la figura de aquel hombre: su salvación y su condena.

Le había prometido cinco años de su vida, cinco años en silencio.

“Donde yo esté, tú debes estar”. Y sabía que tenía que cumplirlo.

Salió de la habitación sin hacer ruido, caminando descalza por los fríos pasillos de la casa. Todo a su alrededor era desconocido y opulento pero silencioso, hasta que una sola voz la hizo detenerse, reconociéndola de inmediato.

Era él, que discutía acaloradamente con alguien por teléfono en una de las habitaciones, probablemente un despacho o una biblioteca.

Moon se detuvo frente a la puerta, dándose la vuelta y quedándose medio parada y medio zombi a un costado, mientras los fragmentos de la conversación le llegaban. Y de alguna extraña manera estaba convencida de que ahora ella tenía derecho a escuchar todas sus conversaciones.

—Puedes estar rezongando hasta el fin de los tiempos, Adriano —gruñía él—. Las decisiones de mi casa son solo mías—. Hubo una pausa, y luego Renzo continuó, más bajo pero aún irritado—. Si te preocupa tanto, ven y habla conmigo en persona. Pero hasta entonces, me ocupo de lo que es mío. Y te aseguro que puedo manejarlo.

Ella no lo sabía, pero alguien por supuesto había puesto a Adriano al corriente de la situación y él estaba intentando asegurarse de que el menor de los Viscontti no se hubiera vuelto loco por completo.

Renzo echó el teléfono sobre el escritorio con fastidio y se quedó de pie en medio de la habitación, sintiendo aquel cosquilleo extraño, como si un sexto sentido le avisara, y se dirigió a la puerta, abriéndola de golpe para ver a Moon parada allí, con los ojos cansados y el rostro inexpresivo.

—Entra —ordenó él sin una gota de emoción y ella lo siguió obedientemente hasta el interior de la biblioteca, donde una mesa estaba servida con un desayuno completo. El olor a café, pan recién hecho y huevos llenaba el aire, pero Moon ni siquiera parecía notarlo.

Era extraño, pero no tenía hambre, como si supiera que nada podría pasar por su garganta. Así que estaba allí, de pie, esperando instrucciones mientras el italiano la evaluaba con la mirada, intentando descubrir cómo demonios se mantenía en pie.

—Tu primera orden de esta semana es simple —dijo con voz firme pero sin brusquedad—. Come.

Moon lo miró confundida por un instante.

—Si quieres servirme —continuó Renzo—, primero tienes que servir para algo. Así que empieza por comer, comer y dormir. Ahora.