La chiquilla levantó la cabeza con lentitud, y a pesar de lo sucia y demacrada que estaba, sus ojos brillaban tan intensamente que contrastaba con su fragilidad.
El hombre frente a ella no era viejo, pero definitivamente había algo terrible en él. Su mirada era fría y anciana, cansada y resuelta como si hubiera vivido muchas vidas y estuviera harto de todas ellas. Era alto y bajo el traje caro podían adivinarse sus músculos y su fuerza.
Así que la chiquilla no pudo hacer otra cosa que observar a Renzo como si estuviera ante un monstruo, algo inmenso y aterrador, pero no derramó ni una sola lágrima. No tembló. Había en ella una firmeza inusual para su edad, aunque estaba visiblemente destrozada.
—Si eres Il Diávolo —respondió con una voz apenas audible—, entonces yo soy tuya.
Renzo arqueó una ceja llena de sarcasmo, pero era demasiado evidente que había algo en el tono de la niña que lo desconcertaba. ¿Era odio, quizás, lo que había en sus ojos?
Se quedó en silencio unos segundos, analizándola, hasta que ella metió una mano temblorosa en el bolsillo de su chaqueta sucia y sacó un pequeño recorte de periódico arrugado. Lo estiró con cuidado, como si fuera lo más valioso que tenía, y se lo tendió a Renzo.
Este, aún agachado, tomó el papel y lo miró detenidamente. La imagen a todo color era la de un hombre en traje, de pie ante un podio, sonriendo con la arrogancia típica de los políticos. Renzo lo reconoció de inmediato. Era Edward Ashford, recién electo Primer Ministro del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, jefe del Gobierno de Su Majestad.
Renzo bufó con una mezcla de sorpresa y diversión cruzando su rostro.
—Este es un pez muy gordo, especialmente para una mocosa como tú. ¿De verdad quieres que mate a este hombre? —preguntó, sin levantar la vista del recorte—. Ese es un tipo muy importante.
Pero para su sorpresa la chiquilla no vaciló.
—Me dijeron que nadie era demasiado importante para Il Diávolo —replicó con una frialdad estremecedora—. Me dijeron que nadie era demasiado grande, demasiado poderoso, o demasiado peligroso para Il Diávolo, si uno podía pagar el precio correcto. ¿Me mintieron?
Aquella respuesta hizo que Renzo la mirara a los ojos otra vez. Estaba acostumbrado a la gente que llegaba a él temblando, rogando, suplicando por un favor, pero la chiquilla no parecía asustada. No del todo.
—Eres una cría —dijo Renzo entre dientes—. Así que la pregunta correcta es: ¿puedes pagar el precio correcto? ¿Cómo piensas exactamente pagarme por matar a alguien así?
La niña tragó saliva y sus labios temblaron, pero no por miedo. Era evidente que estaba al borde de colapsar físicamente, pero su instinto de supervivencia era mayor. Desde el primer minuto había sabido que no tenía con qué pagar, pero Felicia le había dicho que a él no le interesaba demasiado el dinero.
—No tengo nada —respondió con sinceridad—. Solo a mí misma.
Renzo alzó las cejas, incrédulo; y se inclinó un poco más cerca, observando cada uno de sus rasgos como si intentara descifrarla.
—¿A ti misma? —repitió como si por una vez en su vida le fuera imposible entender una oración simple—. ¿Quieres decir… como una esclava o algo así? ¿De verdad crees que eso me interesa?
—Es lo único que tengo —insistió ella—. Mi palabra, mi lealtad, mi devoción… mi vida.
Por un moment, Renzo no supo qué responder. Aquellas palabras eran extrañas en la boca de cualquier ser humano, mucho más en la de una chiquilla. Ni siquiera los adultos que venían a él eran tan firmes, ni siquiera los criminales más endurecidos. Aquella niña estaba tan rota que no se le podía salvar ya, y lo sabía porque a él tampoco se le podía salvar.
Renzo respiró hondo y se levantó lentamente, haciéndola sentir aún más pequeña bajo su sombra.
—Muy bien —dijo finalmente con una voz tan fría como siempre—. Haré un trato contigo.
La chiquilla levantó el rostro, con una chispa de esperanza brillando en sus ojos cansados.
—Cinco años —continuó Renzo—. Serás mía durante cinco años, me seguirás a donde vaya, harás lo que te diga y jamás me abandonarás. Donde yo esté, tú debes estar, serás mis ojos donde no pueda ver, mis oídos donde no pueda oír. Aprenderás lo que quiera enseñarte y seguirás cada una de mis órdenes sin titubear. No obedecerás a nadie más, no protegerás a nadie más… y no querrás a nadie más que a mí. —Y por alguna razón eso lo hizo sonreír—. Solo te advierto algo… —Hizo una pausa, buscando las palabras correctas—: Ser la esclava de un monstruo puede ser muy difícil. ¿Estás segura de que vas a poder soportarlo?
Renzo bajó la mirada, esperando algún tipo de reacción de miedo, de duda... pero nada. No había ni un solo cambio de expresión en la chiquilla, como si de verdad hubiera aceptado su destino.
—Sí —respondió, con un leve gesto de asentimiento—. Puedo soportarlo.
El italiano sonrió, aunque no había alegría en su gesto, solo una oscura satisfacción.
—Bien, si me sirves durante cinco años, cuando estos terminen, mataré a Edward Ashford delante de ti, tan lento o tan rápido como quieras. Pero hay una condición —añadió mientras se agachaba nuevamente frente a ella, acercándose lo suficiente como para que solo la niña lo oyera—. No quiero que hables. En los próximos cinco años, no quiero escuchar ni una oración salir de tu boca, ni una sola palabra. Nada. Si lo haces, el trato se acaba. ¿Entiendes lo que te digo?
El pecho de la chiquilla se hinchó con una respiración larga y dolorosa. Él no sabía de dónde ella venía ni lo que le había pasado, pero era evidente que tampoco le importaba. Il Diávolo aceptaba o no matar a cambio de un trato, y ella debía tomar cualquier cosa que él ofreciera, o de lo contrario bien podía darse por muerta. Así que su siguiente movimiento fue un asentimiento leve de cabeza.
Renzo la observó por un largo instante en silencio, intentando descifrar si ella de verdad entendía el alcance de lo que acababa de aceptar. Luego, se incorporó, echando un último vistazo a la foto del primer ministro antes de devolverle el recorte.
—Muy bien. Trato hecho entonces. ¿Cómo te llamas? —preguntó con su habitual tono autoritario, porque de alguna manera tenía que llamarla… pero la chiquilla no respondió.
Renzo frunció el ceño y repitió la pregunta entre dientes.
—Te pregunté por tu nombre —siseó molesto.
Pero ella solo bajó los ojos al suelo y permaneció en silencio, sin responder.
La mandíbula de Renzo se tensó con un gesto de frustración, porque no iba a empezar aquel trato con una desobediencia, y la agarró por la ropa, levantándola en el aire con una sola mano.
Por un segundo el terror brilló en los ojos de la chiquilla mientras sus pies se balanceaban en el vacío… pero ni así dijo una palabra.
Y él entendió.
Abrió la mano, dejándola caer de nuevo a sus pies, y dándose cuenta de que aquello era demasiado real y profundo para ella.
—Así que el trato ya empezó, ¿eh? —murmuró para sí mismo, con una mezcla de sorpresa y respeto—. Entiendo.
Su cabeza se echó atrás, mirando al cielo nocturno mientras respiraba profundamente, porque era extraño encontrar a alguien tan distinta y a la vez tan parecida a él. Arriba la luna llena brillaba entre las nubes, pálida y silenciosa; y Renzo bajó la vista hacia la niña.
—Moon —murmuró poniendo una mano sobre aquel cabello enmarañado—. Lo hiciste muy bien esta noche —sentenció—. Puedes dormir ahora.