CAPÍTULO 2: Renzo Viscontti

Escrito el 16/11/2024
DAYLIS TORRES SILVA


El humo de las máquinas, los gritos constantes y la música ensordecedora llenaban el antro más exclusivo de Roma, pero por suerte aquellos palcos privados estaban insonorizados, porque había gente muy importante que solo iba a hacer negocios; y desde el suyo Renzo Viscontti observaba todo con indiferencia.

Las luces bailaban al ritmo de la música, y los cuerpos se movían al compás en la pista de abajo, pero nada de eso le interesaba. Como tampoco le interesaba el hombre que tenía frente a él, intentando explicarle por qué debía ayudarlo.

Estaba sentado en una butaca de cuero negro, con un vaso de whisky en la mano, mientras el senador Michele Ricci seguía hablando como todo buen político y Renzo apenas le prestaba atención.

—Es una situación perfecta, señor Viscontti —insistía Ricci con tono n un poco frustrado—. Si gano las elecciones, puedo garantizarle acceso a todos los contratos que quiera en el gobierno, a todas las posiciones que quiera para sus contactos o sus hombres. Será un trato beneficioso para ambos. Solo necesito su apoyo…

Renzo suspiró, exhalando lentamente mientras miraba el hielo derretirse en su vaso. Luego, levantó la mirada y lo observó con una expresión de absoluto desinterés en su rostro.

—Las apuestas ya están hechas, Ricci —dijo Renzo en un tono gélido—. Este no es tu año. Tal vez para la próxima candidatura, ven a verme entonces. Quizás lleguemos a un acuerdo.

El senador frunció el ceño, nervioso. No estaba acostumbrado a que lo rechazaran, pero no era fácil persuadir a un bloque de concreto. A Renzo Viscontti era más fácil romperlo que doblarlo.

—Señor Viscontti, por favor, escúcheme. Tengo dinero, mucho dinero. Puedo pagarle lo que me pida. Solo deme una oportunidad…

Renzo descruzó las piernas lentamente, dejando el vaso sobre la mesa con un golpe seco, y con la mayor tranquilidad sacó una pistola del arnés bajo su chaqueta y la sostuvo frente al rostro del senador. El arma brillaba bajo las luces tenues del club, y el silencio que siguió fue aplastante.

—Por supuesto, te voy a dar la oportunidad de que te calles una vez —susurró con fastidio mientras sus ojos oscuros y penetrantes se mantenían fijos en los de Ricci—. Si tengo que repetirlo dos veces, no llegarás a la próxima candidatura vivo.

El senador palideció, y su mirada osciló entre la pistola y el rostro imperturbable de Renzo antes de hacer un simple gesto afirmativo y salir apresuradamente del palco, empujando a los guardias en su prisa por largarse.

Renzo guardó la pistola y dejó caer atrás la cabeza, visiblemente aburrido, mientras sus hermanos, Aurelio y Adriano, lo observaban desde el otro extremo de la sala.

Adriano, el mayor de los tres, era el cerebro estratégico del imperio Viscontti, mientras que Aurelio era el encargado “práctico” de los negocios, la cara que más veían. Y Renzo… bueno, Renzo era el que hacía la limpieza.

Los dos mayores intercambiaron una mirada preocupada antes de acercarse a él e increparlo.

—¿Qué pasa contigo esta noche? —preguntó Aurelio, arqueando una ceja—. Estás más irascible de lo normal.

Renzo los miró con el ceño fruncido, apretando la mandíbula antes de responder.

—El ruido me molesta —dijo simplemente—. Toda la gente, hablando, riendo... me agobia.

—El maldito palco está insonorizado, Renzo. Además esto es parte del trabajo. Sabes cómo es este juego —lo reconvino Adriano, pero en el mismo momento en que su hermano lo miró a los ojos, supo que no estaba hablando de un momento en específico.

—No me interesa el juego —gruñó Renzo con aquellos ojos oscuros cargados de molestia—. Solo… me molesta la gente, cada vez me molesta más. Las personas... son un mal necesario, pero preferiría no tener que lidiar con ellos. Preferiría que nadie me hablara...

Aurelio y Adriano intercambiaron otra mirada de preocupación.

Sabían que Renzo era el más volátil de los tres, siempre al borde del estallido. A sus veinticinco años, era el menor, pero también el más peligroso. Su Asperger lo llevaba a ser categórico, rígido y violento; y muy a menudo el nombre de Il Diávolo se asociaba solo con él, como si fuera un solo hombre y no tres, porque a fin de cuentas, su rostro era el último que veían cuando había que hacer alguna “limpieza”.

Así que aunque la inteligencia de Renzo Viscontti era indiscutible, su temperamento y la forma en que lidiaba con la gente solían ser como una bomba de relojería, siempre a punto de estallar.

—Deberías irte a casa —sugirió Adriano en tono suave—. Mañana tenemos una reunión importante, y necesitas estar concentrado.

Renzo no respondió. Se levantó de su asiento con un suspiro y caminó hacia la salida del palco, listo para perderse solo por las calles frías de una madrugada de Roma, solo y en silencio. Sin embargo mientras atravesaba los pasillos del antro, uno de sus hombres, un tipo corpulento con la cabeza rapada, se acercó rápidamente y se inclinó para susurrarle algo al oído.

Renzo frunció el ceño.

—¿Qué dijiste?

El hombre repitió la información en voz baja y Renzo, que rara vez mostraba curiosidad por nada, se detuvo en seco.

—¿Una niña? ¿Y dice que es mía?

El guardia asintió.

—Sí, jefe. Algunos hombres en el callejón trasero están esperando una recompensa. Dicen que la encontraron en un vagón de carga y ella asegura que le pertenece a Il Diávolo.

Renzo arrugó el ceño, él definitivamente no hacía tratos con niños, y sus hermanos no eran tan imbéciles como para ir embarazando mujeres por ahí. Así que sin esperar una respuesta más, giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta trasera del club.

Cuando llegaron al callejón, el hedor a basura y humedad era lo primero que se percibía, pero lo que captó la atención de Renzo fue aquella escena.

Una niña que no debía pasar de los doce o trece años luchaba desesperadamente por liberarse del agarre de un hombre que la sujetaba con fuerza. Tenía el cabello largo, enmarañado y lleno de suciedad, lo mismo que la poca piel que se le veía debajo de todos los harapos mugrientos que llevaba. Tenía pinta de no haber comido en días, iba descalza y tenía moretones en cada sitio visible menos en la cara.

Y esa era otra historia.

No importaba lo débil que se viera, su rostro estaba lleno de rabia, y sus movimientos eran rápidos, caóticos. Por un breve instante Renzo se recordó a sí mismo con esa edad, peleando igual para sobrevivir…

Con un último tirón, el hombre que la agarraba la soltó de golpe, y ella cayó de bruces al suelo, justo a los pies del italiano.

Renzo se agachó lentamente frente a ella, observando con atención esos pequeños dedos que se ponían lívidos contra el pavimento.

—¿Por qué dijiste que eres mía? —preguntó Renzo y los ojos de la chiquilla se abrieron desmesuradamente clavándose en los suyos—. Yo no te conozco… y tú no me conoces a mí.