CAPÍTULO 1. Il Diávolo

Escrito el 17/11/2024
DAYLIS TORRES SILVA


 

La sangre caía de su boca, haciendo una mezcla asquerosa con el sudor y la suciedad sobre aquella alfombra de burdel de lujo. Quizás eso era lo peor de todo… el olor. ¿Cómo podía oler tan mal el sitio de depravación más exclusivo del bajo mundo londinense?

Y la respuesta fue aquel cuerpo que arrastraron fuera de la habitación. Ella la había escuchado gritar cientos de veces, miles de veces, pero las dos tenían las manos atadas a la espalda y ella no había podido hacer nada más que… ver, y sabía que ella era la siguiente.

Cada latido de su corazón retumbaba en sus oídos, tan fuerte que apenas podía escuchar las voces que discutían al fondo de la habitación. Pero no podía moverse, solo esperar.

Sus manos ya no temblaban. Con la mejilla pegada al suelo, no podía apartar la vista del rastro que había quedado detrás del cadáver. Ella era la siguiente, pero de pronto aquella voz fría se alzó de nuevo en la habitación:

—Guárdala para la próxima semana —sentenció el hombre—. Vendré por ella.

La chica ni siquiera levantó los ojos, no necesitaba mirarlo más: después de lo que había pasado sería capaz de verlo hasta con los ojos cerrados. Cuarenta años… mirada penetrante, oscura y excitada… irradiaba poder… se limpiaba la sangre de las manos como si le molestara…

—¿Seguro que no la quieres ahora? —preguntó una mujer desde la puerta.

Era Madame Lorraine, la regente del burdel. Su sonrisa era fina, calculadora, como si el cadáver que acababan de sacar por la puerta fuera simplemente un mal menor, comparado con el problema que era soportar a la chiquilla otra semana.

—Lo estoy —respondió el hombre sin mirarla—. Acaban de llamarme del trabajo, los problemas de Estado nunca terminan. Siempre hay una estúpida guerra que contener —bufó con fastidio—. La próxima semana vendré por ella.

De los ojos de la chiquilla salieron nuevas lágrimas, pero no era capaz de decir nada, solo sentía cómo el miedo la atrapaba, paralizándola.

El hombre se dio media vuelta y salió sin una palabra más, escoltado por sus guardaespaldas. La puerta se cerró con un clic sordo, y en ese momento supo que su destino estaba sellado. Una semana y él volvería por ella.

Las horas pasaron en un borrón de lágrimas y desesperación mientras la llevaban a rastras a una de las habitaciones comunes y la tiraban en un rincón junto con otras chicas. Ella era la menor de todas.

Se cubrió la cabeza con los brazos y sollozó con desesperación hasta que una mano la hizo levantarse y la llevó al baño más cercano.

—Niña… —La voz suave y baja de Felicia rompió el silencio.

La chiquilla la miró. Felicia, una de las prostitutas veteranas del burdel, estaba de pie en la puerta y su expresión era triste, casi derrotada.

—Lo siento tanto —susurró mientras se acercaba. Se agachó frente a ella y le puso una mano en el hombro—. Lamento que esto te haya pasado, pero no… no podía intervenir. Él… ese hombre siempre gana...

La chiquilla apretó la mandíbula y sacudió la cabeza.

—Lo mataré —gruñó con la voz rota—. Dijo que vendrá por mí la próxima semana, lo mataré.

Felicia negó lentamente.

—No tienes las fuerzas para eso, niña, ni siquiera para intentarlo. Él te destrozará, igual que lo hizo con… —Felicia se mordió los labios—. Es un hombre demasiado poderoso, no puedes contra él.

—¡Pues alguien tiene que poder! —sollozó la chica—. ¡Alguien tiene que poder o estaré muerta en una semana!

Hubo un silencio tenso. Felicia desvió la mirada, como si estuviera considerando algo que no debía decir, algo que tuviera atorado entre pecho y espalda; pero finalmente suspiró y habló en un susurro apenas audible.

—Hay alguien... alguien que podría ayudarte. Pero es un riesgo aún mayor.

La chiquilla la miró con ojos desesperados.

—¿Quién?

Felicia vaciló, mirando hacia la puerta como si temiera que alguien la escuchara. Se inclinó más cerca de ella y susurró:

—Il Diávolo.

—¿Eso qué es…?

La prostituta pasó saliva, como si fuera un sacrilegio hablar de eso.

—Escucha niña… en el mundo hay magnates, millonarios, presidentes, mafiosos… y luego está él, el monstruo que los mantiene a todos despiertos en las noches… y lo llaman Diávolo —sentenció—. Él puede ayudarte, pero no está aquí. Está en Italia, y… ese hombre no cobra en dinero, cobra en... servicios.

—¿Qué tipo de servicios? —La chiquilla la miró con creciente desesperación.

—No lo sé exactamente —confesó Felicia—, pero si estás dispuesta a pagar cualquier precio que te pida… entonces él te dará tu venganza.

La chiquilla pasó saliva. Sabía que no tenía opciones, pero estar dispuesta a escapar no era suficiente.

—¿Y cómo se supone que lo encuentre? —preguntó porque si hubiera sido fácil escapar de aquel sitio ella ya lo habría hecho desde hacía semanas.

Felicia cerró los ojos, claramente luchando con la decisión, pero después de un largo momento asintió lentamente.

—Yo te voy a sacar de aquí —dijo en voz baja—. Pero eso es todo lo que puedo hacer, tendrás que seguir adelante por tu cuenta.

Lo único que recibió a cambio fue un leve gesto de asentimiento y cuatro horas después, en plena madrugada, Felicia la sacó de aquella habitación y la llevó al sótano del burdel. El aire estaba cargado de humedad, y el olor a sábanas sucias impregnaba el lugar. Frente a ellas había una pequeña compuerta por donde arrojaban la ropa de cama para lavarla y para su sorpresa, Felicia tenía la llave.

—Es tu única salida. Desde aquí llegarás a la calle, pero después estás sola.

—Si Madamme se entera de esto… lo pagarás con tu vida… —susurró la chiquilla con lágrimas en los ojos.

—Yo ya hice las paces con mi vida, niña… pero tú tienes trece años, no te mereces esto. Ahora corre. Solo... corre. No mires atrás —le dijo Felicia ayudándola a subir a la compuerta y con la adrenalina corriendo por sus venas, la niña se deslizó por el hueco.

Aterrizó en un montón de sábanas mojadas y sucias. El olor era nauseabundo, pero no tenía tiempo de preocuparse por eso. Empujó las sábanas a un lado y encontró la salida a la calle.

Con el corazón en la garganta, se deslizó afuera, el aire nocturno era frío, y Londres estaba cubierto por una neblina espesa. No sabía adónde ir, pero sabía que debía correr. Sus pies descalzos golpeaban el pavimento, y su respiración era errática, pero no se detuvo.

Correr… correr sin mirar atrás… correr en la madrugada fría de Londres… correr por su vida.

Y quizás el destino estaba de su parte, porque después de lo que parecieron horas, llegó a una estación de trenes de carga mientras uno de ellos comenzaba a deslizarse sobre las líneas. Ni siquiera lo pensó; se coló en uno de los vagones que estaba a punto de salir y se acurrucó en un rincón, temblando y sin aliento.

No supo si fueron días o semanas las que pasó de tren en tren, sin detenerse, sin descansar. Su cuerpo estaba al borde del colapso, y el hambre le quemaba el estómago. Algunas veces recogía comida de la basura en algunas estaciones, y otras mendigaba lo suficiente como para beber o comer algo antes de subirse a otro tren, siempre escondida. Finalmente, después de lo que pareció una infinidad, escuchó las primeras voces en italiano.

Cuando por fin el tren se detuvo en aquella ciudad enorme, ella apenas podía tenerse en pie. Se bajó tambaleándose, con hambre, con sed y mala suerte, la suficiente como para que aquel grupo de maleantes que esperaban el tren para sacar mercancía que estaban traficando se acercaran a ella.

Fue capaz de detectar las miradas lascivas y llenas de malas intenciones desde el primer instante, pero no tenía cómo defenderse. 

—¿Qué tenemos aquí? —murmuró uno de ellos, con una sonrisa perversa; pero en el mismo momento en que la alcanzó por el frente de la chaqueta aquellas palabras salieron de su boca.

—Il Diávolo… —susurró mientras sus ojos se cerraban—. Yo soy de… Il Diávolo…