PRIMERA IRA. LA IMPOTENCIA
Faro del Albir, al sur de Altea.
Invierno.
Suave, muy suavemente, el viento crepuscular susurraba su nombre, la llamaba, la envolvía en un abrazo gélido provocándole pequeños escalofríos. Al menos una señal de que todavía estaba viva, viva y tan inmóvil como la tierra bajo sus pies, viva y deseando intensamente morir.
A su alrededor, dos sombras gigantescas se movían con aguda agitación, más inquietas cuanto menos la sentían reaccionar. Dos sombras blancas y hermosas, diseñadas con majestad en piel y músculos y sangre, que rugían su desesperación a sus espaldas. Lara las conocía: los pasos silenciosos, las colas cortando el aire frío como navajas de plata, las garras extendidas aferrando la oscuridad del suelo. Parecía que habían estado siempre allí, danzando a su alrededor, interrumpiendo su sueño, destrozando, molestando hasta la saciedad. Vigilantes siempre, amorosos siempre y siempre un poco tenebrosos.
—Nunca pasó por mi corazón o por mi mente la idea de abandonarlos. No puedo entender por qué, pero mantenerlos a salvo ha sido un instinto desde la primera vez que los vi...
Y ahora estaban a su lado, en aquel último minuto para darle su última despedida.
—Khan… —El nombre emergió de sus labios como un mecánico delirio.
Todo dentro de su boca era carne sangrante y dolorida, y antes de que se extinguiera la palabra contra el quebrado espejo del mar a sus pies, un amasijo de doscientos cincuenta kilos se estremeció contra su mano izquierda.
La cuadrada cabeza se alzaba gigantesca bajo la palma diminuta; toda ella no era más que una pequeña mancha, una huella invisible comparada con el descomunal tamaño de Khan. Blanco, como si la misma nieve se hubiera adherido a sus huesos, parecía más un destello de luz que un ser vivo.
Con un gruñido sordo se colocó frente a ella, apoyó la enorme cabeza contra su pecho y empujó con delicadeza hacia adelante, intentando mover aquella estatua que había pronunciado su nombre.
“Muévete”. Resonaron las imposibles palabras dentro de su cabeza. “Lara, muévete…” Pero no lo hizo.
Lara era apenas un poco más alta que él, y su escuálido cuerpo que con dificultad llegaba al metro setenta de estatura sólo había sido el refugio de debilidad y dolor durante los últimos días. Sin embargo, Khan no pudo hacer que se moviera. Llevaba horas parada allí, con el rostro vuelto hacia el mar, mientras lo que había sido una suave ventisca de nieve se transformaba ahora en crudas espirales a su alrededor. Horas en que no había sabido distinguir el paso natural del tiempo porque sus pensamientos estaban embotados, intentando encontrar el macabro sentido a los pocos minutos que le quedaban.
“No te rindas”. Otra vez la voz le llegó como un fantasma y la hizo mirar abajo.
A sus pies el océano seguía rompiendo furioso contra los muros del acantilado, una pared perpendicular que parecía cortada por un solo y airado golpe de Dios. Era quizá uno de los pocos sitios en el mundo donde lograban confluir la calidez de las playas en verano, con la abrupta gelidez de las montañas en invierno; y ese año las pronunciadas pendientes habían enviado su procesión de escarcha, amenazando cubrir la tierra como no se había visto en décadas.
Otra vez se sintió indefensa y pequeña, petrificada, dura como la roca soportando la embestida del agua. Y otra vez quiso morir.
—Tal vez se supone que así sea. Tal vez esto que soy, esto en lo que me he transformado no deba vivir para volver a ver la luz del mundo.
“No te rindas…” Pero ya se había rendido hacía demasiado tiempo.
Algo ligero rozó su rostro. El aire movía antojadizo el largo velo blanco que se fijaba a sus cabellos. Tan molesto. Tan… forzado. Levantó la mano y con un ademán brusco lo arrancó de su pelo, sin reparar en los breves mechones rojos que quedaron prendidos a la peineta. Hubiera querido arrancarse también el vestido, pero las fuerzas no le alcanzaban para tanto.
La seda sobre su piel la hizo estremecerse de nuevo. El ancho traje, tan níveo, tan terso, era sólo un recordatorio cruel de que era prisionera; cautiva de una celda infinita y lujosa que le habían construido con su propia piel. Por un momento la rabia la invadió y sus ojos se volvieron espejos oscuros de la violencia que comenzaba a desatarse en su interior, una que había estado ocultando demasiado bien durante demasiado tiempo, y a la que erróneamente se habían atrevido a liberar.
Khan lanzó por lo bajo un rugido de impotencia. Lara era mitad mármol y mitad cristal contra su cráneo, etérea e inamovible a un tiempo, sorda, ciega. Un rumor gutural le respondió a solo unos pasos y otra cabeza blanca y brutalmente delicada rozó su brazo derecho.
— Silver Moon… — la lengua rosada, áspera y caliente, se extendió por el dorso de su mano haciéndola estremecer.
Entonces todo su espíritu pareció romperse, caer, desmoronarse hasta no ser más que otra sombra blanca acurrucada entre los dos animales. Silver Moon se acomodó a su cuerpo como si estuviera acunando a un cachorro, y Khan se recostó junto a ella, para cubrirla por completo del frío. La noche comenzaba a descender sobre los tres con parsimonia, trayendo consigo las lenguas afiladas y feroces de un clima que arreciaba por momentos.
Lara se apretó contra ellos en un último esfuerzo por respirar. El cuerpo entero le dolía como si el terror acumulado por fin hubiera salido a la superficie, demoliendo a su paso cada tendón, músculo o fibra de su piel. Una molestia insoportable le escocía en los ojos, podía sentir cada una de las agujas con que le habían punzado las pupilas y su boca no estaba mejor, intentó humedecerse los labios que el viento frío había convertido en una agrietada mueca, pero cualquier movimiento resultaba una tortura. Su lengua tropezó con la punta de uno de sus colmillos y le hizo un corte; la gota de sangre bajó con lentitud por su garganta, una más que bebía en las últimas semanas… las últimas semanas…
Se cubrió la cara con las manos y las puntas cortantes de sus uñas se enterraron en los bordes de su frente, haciéndole pequeñas heridas. El fuerte sollozo que le subió desde el pecho la hizo recogerse sobre sí misma. Sin importar lo que pasara en adelante, nada lograría sanar el horror, el doloroso absurdo en que se habían convertido los últimos meses. Cerró los puños con fuerza y el cielo comenzó a girar sobre ella con un impulso que nubló por completo su ya pobre conciencia. Entonces un feroz parpadeo la sacó de la oscuridad, y al otro lado del espejo la imagen de la derrota le devolvió la sonrisa.
Villa de Las Mercedes. Suroeste de Altea
Treinta y dos horas antes
—¡Estás muy, muy hermosa, no necesitas nada más!
Una figura tan pequeña y ligera que casi parecía aérea se movió con entusiasmo a su alrededor. La ingenuidad de sus seis años no le permitía a Evelett comprender cuán lejos de la verdad estaban sus palabras, pero esa candidez tan natural en su hermana menor era una de las pocas cosas que en ese momento podían hacerla sentir un poco más humana.
—Si supieras que no soy tan bonita por dentro —le contestó sin ganas.
Si hubiera estado segura de que desfigurando su rostro dejaría a su prometido sin razones de compra, ella misma se habría provocado irreversibles cicatrices desde hacía tiempo; pero estaba convencida de que los motivos de su futuro marido para desearla estaban muy alejados de su belleza física, sin mencionar ya su nobleza espiritual.
El esquema exterior de la transacción, sin embargo, era muy simple: el señor Swels había comprado a su monstruo, la familia Sanders había vendido a su primogénita, y ella había accedido porque un rifle de largo alcance era una magnífica estrategia de persuasión.
Pero la niña no entendía ¿por qué iba a hacerlo? Lara era una princesa para ella y no lograba comprender por qué no parecía feliz, -Evelett hubiera sido indescriptiblemente feliz si también la hubieran vestido de princesa-. Sus ojillos de un verde clarísimo recorrieron con ilusión los dibujos calados del pecho, que se extendían por todo el frente del vestido hasta rozar el entablado; cinco mil hebras de encaje entretejido en infinidad de hilos de plata pura y delicada que aprisionaban su torso hasta asfixiarla. Aquellos ojos hicieron a Lara recordar el color que alguna vez habían tenido los suyos.
Pero no ahora. Ahora del otro lado del espejo le devolvían la mirada unos ojos oscuros, cárdenos, fríos como mármol dibujado, funestos como un cielo tormentoso. Artificiales.
—Lara, no importa si tú no lo ves, pero para mí tú eres linda de cualquier manera.
Lara dio unos pasos acercándose al espejo de más de dos metros que adornaba una de las paredes de su habitación y se contempló de arriba abajo con expresión de asco. El disfraz de novia de lujo le había costado a su prometido más de millón y medio de euros, fabricado en Milán por una distinguida casa de alta costura. Era una joya labrada en tela por las manos de artesanos expertos durante nueve noches y nueve días, con un corte que recordaba en alguna medida los fastuosos trajes de las zarinas rusas de finales del siglo XVIII.
“Lo odio”. Fue lo único que pudo pensar.
Los bordes inferiores de las mangas se extendían casi hasta el suelo, abriéndose en un óvalo segado transversalmente desde sus manos y dejando al descubierto sus hombros desnudos. El vestido entero parecía volátil, capa tras capa de seda que intentaban danzar con la primera brisa. Un vestido para la primavera, justo cuando las primeras nevadas amenazaban con caer.
—No te preocupes —había dicho su novio con aquella arrogancia que ni siquiera intentaba disimular—, cuando lo uses no sentirás nada de frío, de hecho no sentirás nada.
Pero no era cierto, el aire tibio que proveía la calefacción no tenía efecto alguno sobre su cuerpo, cada minuto su interior se helaba y temblaba más aunque su piel no revelara los efectos, como un pequeño cubito de agua que se congelara con lentitud de adentro hacia afuera.
Le habían recogido los cabellos en elaborados rizos y apenas dos o tres mechones lograban escapar rebeldes por encima del velo blanco. El detalle final de su atuendo estaba compuesto por un sobrio anillo forjado en tres metales que le eran absolutamente desconocidos. Tres aros de cinco milímetros de ancho cada uno, se entrelazaban en una complicada madeja hasta hacer imposible saber dónde comenzaba el negro, dónde continuaba el azul o dónde terminaba el plateado. Resultaba un poco inusual para ser un anillo de bodas, pero la realidad era que no importaba.
Cualquier extraño a la familia Sanders, -que a excepción de sus amigas Dianne, Alex y Marissa, eran todos- ella era una muy afortunada chica de diecisiete años que había logrado atrapar a un joven magnate; y a nadie se le había ocurrido pensar que algo más torcido podía ocultarse detrás de las forzadas sonrisas con que obsequiaba a estilistas, decoradores y sirvientes.
—No… —murmuró para sí—, mi futuro esposo es demasiado encantador como para que alguien pueda siquiera sospechar un poco de maldad en ese perfecto rostro de niño rico.
Y como si el dinero no fuera suficiente, también poseía un grado más o menos alto de natural atractivo, que lo había convertido en una revelación en la alta sociedad europea.
Resultaba inexplicable entonces, que teniendo tantas jóvenes para elegir dentro de su propio círculo hubiera decidido casarse con una muchacha sin dinero y sin ningún talento especial. Típico argumento de telenovela barata capaz de enternecer a las adolescentes, si ella no hubiera sabido muy bien por qué había sido elegida: los padres de una jovencita rica jamás habrían cedido a su heredera a los delirios de un fanático, una jovencita rica no era tan desconocida, tan prescindible.
Y ahí terminaba la ilusión romántica de la historia.
—La estilista se encargará de esas sombras violáceas bajo tus ojos —le había dicho alguien—. Es la mejor del país.
—Ni todo el maquillaje del mundo será capaz de cubrir quién soy... —había respondido—. O mejor dicho, lo que soy.
Lara ocultó el rostro entre las manos para no verse. Su ruina se había decidido en un único instante de vacilación, tenía que haber luchado, tenía que haber encontrado la manera, pero su primer intento había sido también el último. Demasiado tarde se había dado cuenta de que desde el principio era ya demasiado tarde.
Y Dominic no estaba.
Por un segundo todas las mareas en contra habían parecido insalvables, y en ese momento único de debilidad Lara había doblegado su espíritu. Él hubiera podido hacerlo diferente, él habría sido su fuerza y su escudo; pero Dominic se había ido y la cobardía había logrado devorarla, una cobardía que iba muy bien con su ordinaria condición de hija mayor de un restaurador y un ama de llaves.
—Es muy tarde para jugar era la carta del arrepentimiento, Lara —abrió los ojos y su cara se convirtió en una máscara impasible, porque sabía, para ese entonces, que lo último que estaba buscando el señor Swels era una esposa—. Debiste venderte un poquito más cara… de todas formas él iba a pagar lo que fuera por ti.
No se sorprendió ni por un minuto de albergar un pensamiento tan prosaico. Ahora era otra Lara, o tal vez fuera realmente Lara.
“En el único lugar en el que me vería hermosa tal como estoy es dentro de un ataúd”. Pensó.
Detrás de ella la ligera figura se movió de nuevo, Evelett arreglaba con diligencia el traje y de cuando en cuando la miraba de reojo, buscando en su rostro lo que ninguna de las dos tenía permitido expresar.
—¿Por qué no estás feliz? —dijo en voz baja, como si fuera un delito mencionar la tristeza. Desde hacía semanas su madre vigilaba estrechamente cualquier contacto entre ellas y en más de una ocasión le había advertido a Evelett que no debía molestar a su hermana—. Mami dijo que tienes que sonreír, tienes que sonreír cuando veas al señor Swels y así todo va a estar bien de nuevo.
—Sí Eve, tenemos que sonreír.
Lara se dejó caer en el enorme diván de su habitación. Le quedaba un largo, larguísimo día por delante de sonreírle a extraños y poderosos amigos de su esposo, de comer y bailar y saludar a los cientos de invitados que no conocía, y se preguntó cómo haría para llegar al día siguiente, para sortear las seis horas de banquete y luego la noche de bodas.
Sacudió la cabeza intentando alejar esos pensamientos y paseó los ojos por el cuarto. La cama, -de tamaño singularmente grande-, ocupaba casi todo el espacio, y sobre el extremo más alejado reposaban los restos del último libro que Khan había destrozado por pura diversión. Aquel cuarto había sido suyo por menos de un año y era poco más que una copia de su personalidad. Estaba desorganizado y un poco silvestre, pero limpio, muy limpio; y aquí y allá las paredes tenían un toque especial de profundo salvajismo –muy bien disimulado tras cortinas- donde las garras de sus tigres habían rozado juguetonas.
Del tiempo que había pasado en aquella casa los tigres eran los únicos por los que estaba dispuesta a hacer algún sacrificio. Ellos, su hermana y aquella debilidad crónica eran la única razón por la que no salía corriendo.
—Lara, cuando ya no estés en casa ¿puedo quedarme a Khan y a Silver Moon? —suplicó.
—Lo siento, pequeña, sabes que Khan y Silver Moon no son míos, sino del señor Swels —le contestó con una evasiva que arrugó la frente de Evelett en un gesto de clara inconformidad.
—Pero ¿a dónde los va a llevar? ¿No puede dejarlos aquí? ¡Ellos no saben estar en otro lugar!
— Ya veremos, hablaré con él, ya veremos… —de cualquier forma los prefería con Evelett que muertos.
El gesto de cerrar las manos en puños fue inconsciente, pero sus uñas estaban muy sensibles y el ademán solo le provocó dolor. ¿Ni siquiera una pequeña muestra de rebeldía le estaba permitida, entonces? Sonrió con cansancio sin que la sonrisa pasara de una breve mueca: también los labios y las encías le dolían. Parecía como si últimamente todo contacto a su alrededor fuera dañino, como si el dolor fuera el único impulso exterior que pudiera percibir.
Y el dolor era un amigo persuasivo, muy persuasivo.
El silencio se rompió con el sonido de unos pasos que avanzaban con lentitud por el pasillo. Lara reconoció al instante el andar confiado y armonioso de su madre, seguido por el murmullo de un vestido de cola arrastrado sobre el suelo de madera preciosa. Su padre había hecho un trabajo excelente con aquellos pisos, sólo para que su esposa taconeara sobre ellos con la suficiencia del deseo cumplido.
La puerta se abrió sin producir el más mínimo ruido, y Emma Sanders entró en la habitación.
Alguna vez Lara había deseado tener los cabellos de aquel dorado pálido que su madre ostentaba, los mismos de su hermana. Pero el cielo sólo le había obsequiado con una abundante provisión de cabellos rojizos y ondulados, que crecían a una extraña velocidad.
Emma, al contrario de ella, pensaba, era una visión de arrolladora belleza. El metro setenta y cinco de estatura le otorgaba una esbeltez despampanante, las anchas caderas, la boca pequeña y definida, los ojos clarísimos. Mantener el peso de una modelo italiana a pesar de su edad había requerido mucha dedicación y una dieta estricta durante décadas, pero la voluntad para lograr sus objetivos no era algo que pudiera ponerse en tela de juicio. Era comprensible que Hatch se hubiera enamorado de ella al punto de no cuestionar ninguna de sus acertadas o desacertadas decisiones. Lo que resultaba del todo incomprensible era por qué esa mujer se había conformado con su padre.
Aún a sus cuarenta y seis años era indudablemente hermosa, llena de esa confianza en sí misma que da la conciencia del propio poder. Un vestido color chocolate con encajes franceses se ceñía sobre su cuerpo y por un segundo Lara la miró anonadada, parecía una dama de la alta sociedad y no la sencilla ama de llaves que había sido siempre.
Se preguntó cómo era posible que, a pesar de esas ínfulas de grandeza, de esos sueños de dama de alcurnia que había escondido debajo del colchón durante tantos años, su madre nunca se hubiera apartado de ellos para escapar a una vida mejor.
Una sonrisa sarcástica le surcó el rostro.
—Al parecer este nunca ha sido tu lugar, madre. Con esa figura Dios debió ponerte una pulsera de diamantes en las manos, pero en lugar de eso te puso un trapeador… y al final has encontrado la manera de estar en el sitio que Dios te debe, de una u otra forma. —Le escupió su veneno tan bajo que no obtuvo respuesta.
Emma parecía la encarnación de la bondad, tan suave, tan amorosa, tan indefensa, y sin embargo era tan poderosa en su aparente debilidad. Muy tarde se había dado cuenta de que toda aquella bondad no era más que un medio para un fin. En algún momento durante los últimos días había crecido dentro de Lara aquella punzada de amargura, de resentimiento feroz contra su madre.
Era imposible que hubiera nacido de aquella mujer, y el mar de dudas que antes apenas le quitara el sueño, ahora era se le había convertido en una constante pesadilla.
—¡Mami! —Evelett corrió a abrazarse a sus rodillas, pero ella la apartó con suavidad a un lado.
—Es hora. —La voz de Emma sonó a sentencia aunque toda su expresión parecía sonreír.
Lara se levantó con dificultad y dio la mano a Evelett. En las últimas horas todo el vendaval de rencor que se concentraba en su interior había sido subyugado por un dolor físico abrumador, no alcanzándole más que para un poco de sarcasmo en las palabras.
—Te queda bien la ostentación, madre. Ni siquiera parece que naciste limpiando pisos.
Emma le dirigió una mirada displicente, como si con el vestido se hubiera puesto también una personalidad distinta.
—¿Y se puede saber a qué viene tan mal carácter el día de tu boda? Si empiezas así tu matrimonio en menos de un año tu esposo va a suicidarse del hastío.
—Lo cual no te molestaría ¿cierto? siempre que no se le ocurra donar todo su dinero a la beneficencia…
—Por favor, Lara. Al momento de tomar esta decisión todos acordamos que era lo correcto, tú misma accediste a casarte después de pensarlo mejor. ¿Cuál es el problema ahora?
—Has dicho bien, tuve que “pensarlo mejor”. El problema es que no te molestaste en saber a qué clase de hombre estabas vendiéndome. No me dijiste que me casaría con un fanático religioso… o loco… o lo que sea. —Lara ni siquiera intentaba gritar, incluso darle un tono enojado a su voz resultaba doloroso, de modo que sus palabras se convirtieron en un hálito frío y sosegado—. El problema es que no te importó nada de lo que me hicieron porque estabas demasiado ocupada buscando zapatos que combinaran con tu mugroso vestido.
La bofetada no la hizo volver la cabeza, pero retumbó en sus entrañas con un eco sordo y furioso que no se detuvo ni siquiera cuando Emma la increpó de nuevo.
—Puede que tengas razón, pero todos hemos tenido que sacrificar algo en esta vida y ya iba siendo tu turno. ¡Te han hecho más bella y todavía te quejas! Dime ¿cuántas mujeres tienen unos ojos así? Y si de todas formas ya pasaste por lo peor y estás todavía de una pieza ¿qué sentido tienen ahora reclamar? — }La bondad había escapado de su voz y Lara abrió la boca para contestarle con la primera grosería que le cruzó la mente, pero hubiera sido inútil.
—Me lo puedes agradecer después. No creo que sea prudente hacer esperar más a tu novio. ¡Camina!
Lara no hizo el menor movimiento por recogerse el vestido, quería que rozara contra todo y todos en su camino, si llegaba rasgado a la iglesia mucho mejor, si se enredaba con él y caía por las escaleras mejor aún. Pero alguien -no supo quién- hizo el trabajo por ella, y cuando se dio cuenta ya estaba sana y salva en el primer peldaño y a punto de cruzar el patio interior de la casa.
—¿Cuándo bajé las escaleras…? —murmuró.
Aferró sus sienes durante un largo instante de terror: muchas cosas se le estaban escapando, retazos de tiempo que no lograba hilvanar con coherencia y que la dejaban cavilando de dónde venía segundos antes y a dónde planeaba ir segundos después.
Con dificultad dio el primer paso fuera de la enorme puerta de madera labrada que daba al patio interior y un gruñido ronco le hizo volver la cabeza: al fondo del jardín, detenidos por hileras dobles de barrotes de acero forjado, Khan y Silver Moon vociferaron su descontento encerrados en una jaula demasiado pequeña para dos tigres de mal humor.
Lara no recordaba la última vez que los había visto… ¿hacía dos, tres semanas? Su cuerpo se movía ya por instinto cuando la mano de Emma la detuvo con firmeza.
—Ahora no es el momento, podrás verlos después. Dudo que tu prometido se deshaga de ellos una vez que seas su esposa, así que no te preocupes por esos animales. Preocúpate mejor por tener contento a tu futuro marido, este retraso no habla bien de ti. ¡Vamos!
Pero el cuerpo de Lara no respondía. ¿Cómo podía dejarlos encerrados, a sus tigres, a sus queridos tigres que habían sido señores de aquella casa porque hasta el gran Evan Swels les temía?
Todo lo que deseaba era sacar a Khan y Silver Moon de aquella jaula, poder tener un poco de místico control sobre ellos y soltarlos en medio de la iglesia para que sembraran el pánico, para que se comieran a su futuro marido y toda su comitiva de invitados… y de paso le mordisquearan esas hermosas piernas a su madre.
La presión de Emma sobre su brazo se hizo más fuerte y a tropezones la obligó a cruzar el patio. Lara tragó en seco cuando se vio en el asiento trasero de un auto en movimiento. La limusina negra con cristales polarizados no permitía la entrada al más mínimo rayo de sol; como si toda la luz necesaria pudiera desprenderse de las glaseadas copas de champaña que su madre bebía.
Ni siquiera se molestó en observar alrededor, un invierno extraño y neblinoso tomaba forma por la empedrada vía que llevaba a la propiedad; y aunque la iglesia no estaba lejos sintió que el reloj se detenía a propósito para alargarle la agonía.
“Oh, Dios, ¿por qué no haces un esfuerzo pequeñito y mandas un rayo directo a mi cabeza?” - gritó en su interior.
Bajó sus recién estrenados ojos hacia sus manos, enlazadas con languidez sobre el regazo y por un segundo un dolor agudo, como una daga fría y punzante, le recorrió la espina dorsal y se alojó en su frente con tenacidad.
“¡Dom!” Por alguna razón su nombre fue el primer auxilio al que su espíritu apeló. “¡Dom, ayúdame por favor!”
Aquellos lapsos de lacerante sufrimiento se estaban haciendo cada vez más frecuentes desde hacía dos días, al principio no duraban más que unos segundos, pero habían llegado a alargarse al punto de que por más de cinco infinitos minutos el cerebro de Lara se retorció de dolor bajo su cráneo, haciéndola cerrar las manos sobre los pliegues del vestido.
Pero eso fue todo, mientras una brasa ardiente atravesaba su cabeza los ojos de Lara siguieron indiferentes, perdidos en el paisaje invernal, de modo que nadie más que su vestido notó la tortura que estaba padeciendo.
Emma daba instrucciones rápidas al chofer, a su lado Evelett se aferraba a la ventana con determinación, el auto continuaba su camino, la brisa agitaba los arbolillos y el planeta seguía girando según lo planeado aunque ella estuviera a punto de volverse loca.
Cuando por fin, poco a poco, la punzada en su cerebro comenzó a ceder, Lara reparó en los cortes en el frente de su vestido. Por un instante le pareció ver que sus pequeñas uñas se aguzaban en las puntas, afiladas como malignos garfios.
“¡Vaya! ¡Por fin el vestido deshecho que quería!”
Con estudiada complacencia deslizó sus uñas por el corsé, y decenas de diminutas perlas cayeron al asiento cuando el hilo que las sujetaba fue delicada y tenebrosamente cercenado, dejando tras de sí leves surcos en el encaje bordado. Lara contempló con una media sonrisa de asombro la terminación puntiaguda de sus pequeñas garras y volvió, como la niña impresionada con un juguete nuevo, a resbalar con suavidad su mano derecha sobre el vestido, hasta que, no supo bien cuándo, desaparecieron.
—¿Todavía no llegamos? —preguntó Evelett de repente—. ¿Todavía no llegamos? ¿Todavía no llegamos?
Nadie le respondió, pero la Parroquia de Nuestra Señora del Consuelo no estaba ya lejos, y sobre los pinos jóvenes comenzaba a vislumbrarse el campanario, destacando contra el cielo brumoso de la mañana. La naturaleza se había vuelto inusualmente hostil, el viento ululaba con ferocidad entre las calles estrechas de Altea, concentrándose en fantásticos remolinos de aguanieve en la plazuela que pocos meses atrás había sido testigo de la Feria de los Artesanos, con sus niños y su algarabía.
—La iglesia ha quedado preciosa. —Emma comentó el hecho como si Lara esperara esa información con interés—. Yo misma me he encargado de las flores. ¿Sabes lo difícil que ha sido conseguir flores en pleno invierno? Hubiera sido mejor que te casaras en primavera pero tu novio no podía esperar… De todas formas seguro te llevará a algún lugar cálido para la luna de miel, así que técnicamente también te habrás casado en primavera…
La muchacha no hizo un solo gesto de respuesta. Maldijo en silencio la capacidad de su madre de hablar sólo para sí misma y deseó con todas sus fuerzas que al llegar a la iglesia Emma se encontrara podridas todas y cada una de sus odiosas flores.
Estaba agotada. No quería ver, no quería escuchar, no quería llorar, no quería hablar, no quería moverse. Ni siquiera sintió la disminución de la velocidad mientras el auto se acercaba a la enorme escalinata, hasta que frente a ella, inhumana y sombría, se levantó la mole monstruosa de la iglesia.
Iglesia de Nuestra Señora del Consuelo.
Altea.
La mirada perdida de Lara se enfocó durante un largo segundo en las dos cúpulas de azulejos blancos y celestes de L`Eglesia del Consol, erguidas sobre un cerro que dominaba una de las más fascinantes vistas de la costa. Innumerables calles empedradas serpenteaban hacia la cumbre, exhibiendo sus añejos cantos rodados, sus antiguas casas bajas pintadas de fresca cal, y sus tejadillos a dos aguas de pizarra rojiza.
Altea le abría su corazón a cada visitante con la concordia innata de la naturaleza de su gente… sin embargo, ese día un silencio lúgubre recorría las callejuelas. El invierno los había agredido como un invisible enemigo, y los niños y los ancianos se ocultaban en el interior de sus hogares; mientras que los adultos cerraban poco a poco los postigos de sus negocios familiares aun en plena mañana. Puertas resguardadas fue la única bienvenida que recibió la procesión de espléndidos autos de los invitados a la ceremonia, autos demasiado ostentosos que deslucían ante la sencillez hermosa del pueblecito de mar.
El trayecto desde el coche hasta la entrada de la edificación, fueron otros cinco minutos perdidos en la memoria de Lara, y cuando las puertas se abrieron por fin, la voz de su padre le llegó cálida y sincera, pero no logró conmoverla de ninguna forma.
—¡Estás hermosa, hija! —Había resultado ser la frase del día, aunque nadie se había detenido a preguntar el motivo de las sombras oscuras bajo sus ojos, que nada debían al maquillaje de Chanel o a la maestría de la estilista.
Lara se limitó a apretar los labios con resignación y otra vez todo dentro de su boca comenzó a doler. Levantó la mano para sostenerse del brazo de su padre y sus dedos se enredaron con una fina madeja de encaje destrozado a un costado de su cuerpo. Lo miró con incredulidad mientras Hatch reparaba en los jirones sueltos del vestido de novia.
—Lara ¿qué pasó?
La pregunta subió como una corriente eléctrica por su espalda.
—No… no lo sé.
El episodio de sus uñas cortantes le había parecido otra de sus frecuentes alucinaciones, pero allí estaban, demasiado reales, cuatro surcos paralelos sobre la tela que cubría sus costillas derechas. Tan precisos, tan limpios como si hubieran sido trazados con escalpelos.
—No te inquietes —le susurró a su padre aunque su expresión estaba lejos de respaldar esas palabras—. Debió rasgarse con algo.
—Está bien —asintió Hatch echándose hacia atrás para medir el daño—. Casi no se ve entre tanto… bordado y tanto encaje. Estoy seguro de que nadie lo notará… de cualquier manera estás…
—Hermosa. Sí, ya lo sé y por amor de Dios no vuelvas a repetirlo —murmuró llevándose una mano a la nublada frente, como si con eso lograra recuperar el equilibrio que estaba a punto de perder.
Dio el primer paso, indeciso y pesado, hacia la alfombra roja que atravesaba la iglesia de un lado a otro, y la magnificencia de su interior la sobresaltó. Toda ella parecía cobrar vida y tamaño a cada paso que Lara daba y desde su posición el presbiterio semejó una enorme garganta, infinita y hambrienta, que se la tragaría en menos de veinte metros. Sólo entonces se dio cuenta de que no caminaba. Era arrastrada a viva fuerza por las manos de Hatch, que sufría como si fuera una enorme estatua de mármol lo que intentara mover.
—¿Por qué no hicimos esto de noche… y a oscuras? —murmuró.
En el borde exterior de los asientos, las violetas atadas en pequeños ramos, pálidas y un poco mustias, intentaban sobrevivir a pesar de todo. Y delante de ella, envuelta también en un grueso chal de plumas blancas, Evelett distraía la vista con sus saltitos congelados, intentando esparcir las minúsculas flores sobre la alfombra.
Lara miró sus propios hombros desnudos. Ella no tenía frío. Sobre su piel exageradamente pálida se había formado una finísima película de escarcha, allí donde la aguanieve había dejado su gélido beso de bienvenida.
—¿Por qué no siento frío? —susurró. ¿Por qué no sentía frío, si desde su pecho seguía extendiéndose una helada…?
Lara había esperado que los invitados pudieran contarse por cientos, sin embargo no pudo distinguir más de diez o doce personas. Rostros soberbios y ásperos, cuerpos agarrotados y grises cubiertos con sus grandes abrigos de oscuras pieles, protegiéndose de la embestida del aire gélido de un inusual invierno.
Mientras llegaba con torpeza al crucero de la nave se preguntó si guardarían con Swels tan extraña relación como la que ella guardaba. Todos allí eran completos desconocidos; cabezas de corporaciones, dueños de bancas, de islas, de nombres; o en el peor de los casos, herederos de títulos que valían por toda la fortuna que ya no poseían. Dignos amigos de su futura casa, habían sido llamados a ser testigos de algo que ella misma temía comprender.
—Debería hacer un esfuerzo por parecer más feliz, después de todo se ha llevado el gato al agua.
Lara no pudo evitar girar despacio la cabeza y clavar su incrédula mirada, ojeras incluidas, en la señora de presuntuosa joyería que acababa de hacer aquella impertinente observación. A su lado una respuesta llegó silbante, con un refinado acento francés de mujer de alta sociedad.
—No, querida, no al gato, tiene al rey de la selva. Evan tiene que estar loco para dejar que una huma… que alguien tan común como ella sea parte de nuestro círculo.
Sólo en ese momento Lara miró en verdad hacia adelante. En el altar mayor, esperándola con su estirpe de varón poderoso, lo que podía considerarse como uno de los hombres más apuestos del mundo la miró con una sonrisa de adoración.
El esmoquin negro de la más alta costura inglesa le daba un aire de seducción que a Lara le resultó aterrador. Llevaba el cabello castaño lo bastante largo como para peinarlo hacia atrás, haciéndolo parecer un poco mayor de lo que era. Un austero joven de noble cuna, aunque nobleza era la primera de sus carencias de carácter. Verlo era confirmar que existía la sangre azul, porque a pesar de aquel atractivo exterior el alma que lo animaba no podía ser humana.
Por un segundo la iglesia se perdió en una niebla densa, oscura, que nubló la vista de Lara y paralizó el resto de sus sentidos mientras su cuerpo se sacudía en imperceptibles espasmos de dolor. Sintió cómo sus pasos se hacían insufribles y su padre intentaba sostenerla con fuerza del brazo.
—¿Qué es esto…? —sollozó.
No había suplicio alguno comparado con lo que estaba experimentando, cada célula de su cuerpo parecía luchar por desasirse, por separarse. La piel le ardía como si una hoguera viva se hubiera prendido debajo de sus pies, respirar se convirtió en una lucha contra la ardiente sequedad que asaltó su nariz y su boca, sintió el sabor a cenizas en lo alto del paladar y pensó que por fin, ya que estaba en su casa, Dios le había concedido la gracia de la muerte.
Pero entonces algo pasó. Sensaciones muy conocidas, dolorosas, pero conocidas, le recorrieron salvajemente la boca, los ojos y las puntas de los dedos, como un presagio de desastre. Su cuerpo permaneció rígido, un paso tras otro, entumecido mientras intentaba procesar aquel grado extremo de dolor.
—Hija, date la vuelta, vamos a salir de aquí. —Las palabras de su padre fueron una gota de agua limpia en una herida abierta, pero Lara ni se detuvo ni retrocedió. La iglesia con su gente desapareció por un instante y una sola frase, impropia y veloz le cruzó el pensamiento mientras volteaba la cabeza para mirarlo.
“Tal vez sea más benévola contigo”.
Otro paso hacia el altar y un latigazo abrasador le surcó la espalda, y corrió por sus venas como si aquel incendio delirante se le hubiera infiltrado en la sangre. Algo en su envenenado cuerpo estaba luchando por salir.
Lara sintió que el fuego comenzaba a llegar hasta su lengua y se llevó instintivamente la mano a la boca. Mientras un hilo de sangre caliente le bajaba por la garganta escupió los diminutos colmillos sobre la palma de su mano. Los extraños incisivos, antes de color alabastro, aparecían ahora desgastados y cubiertos de un rastro escarlata. ¡Qué mal le iba a ir a la doctora cuando Evan supiera que no había logrado fijarlos a su boca ni por una semana!
Con una leve presión de su puño las dos piezas se deshicieron por completo, convirtiéndose sólo en un poco de ceniciento polvo sobre su piel. Y cuando siguió la dirección de la atinada ráfaga que se lo llevaba, las puntas de sus dedos le revelaron algo más hermoso aún y real esta vez.
—Hija —insistió Hatch, con un sentimiento de culpabilidad en los envejecidos ojos que a Lara no le causó la más mínima compasión—, no tienes que hacer esto, vámonos.
Pero -otra vez- ella no retrocedió. En sus encías un dolor profundo comenzaba a extenderse, recorriéndole la cara, reptando hacia abajo a cada lado de su nariz. Un dolor solidificado y brutal de hueso que se rompe.
Entonces los invitados y el altar y su prometido volvieron a aparecer a escasos metros. Lara hundió los dedos en los pliegues del vestido blanco, levantándolo para andar mejor, y se irguió con un sentimiento nuevo e insólito mientras su boca sangraba lentamente.
—Ya es un poco tarde, padre. ¡Quiero hacer esto!