SEGUNDA IRA. LA TRAICIÓN
Los Ángeles, California.
Nueve meses antes.
—Lara, baja ya o no llegaremos al aeropuerto a tiempo.
La voz de su madre sonaba más calmada de lo que estaba en realidad, y Emma no era la clase de persona a la que alguien quisiera hacer enfadar.
Su hija menor, Evelett, se distraía con cualquier cosa en que su atención de seis años se fijara, y Lara era extremadamente minuciosa cuando se trataba de recoger sus trastos para mudarse, de manera que ninguna de las dos estaba aportando mucha agilidad al viaje.
—Estoy haciendo acopio de paciencia para no subir las escaleras y lanzar las maletas abajo de un puntapié —les advirtió.
Escuchó a Lara revolver por centésima vez los cajones de su armario en busca del más pequeño objeto que pudiera olvidar. Sus cosas no eran grandes o costosas, pero había ido acumulando con el tiempo demasiados recuerdos de los lugares en los que había vivido: regalos de amigos, cartas, libros.
En fin, bártulos por los que en conjunto no habría recibido ni cien dólares, así que resultaba frustrante para Emma que se aferrara a esas menudencias en lugar de a cosas más importantes, a cosas realmente dignas de ser admiradas, con un certificado de autenticidad para respaldar su valor. Después de todo era innegable que no se parecían en nada.
Lara respondió con un gruñido involuntario. De muchas maneras ya se había acostumbrado a no responder directamente. Era parte de la terapia a la que se obligaba cada día: no confrontar; y estaba tratando de cumplirla al pie de la letra.
Miró alrededor de la habitación vacía, en cuyo centro una cama, un moderno escritorio de vidrio y acero, varios estantes para libros y una silla sufrían de una profunda impersonalidad.
Si algo la alegraba de las mudanzas, que habían sido una constante a lo largo de su corta vida, era esa sensación de que se iba “con lo puesto”, de que era capaz de meter su historia en un par de maletas, y arrastrarlas a través del mundo para empezar de nuevo en cualquier otro lugar. Podía sentirse a gusto donde fuera mientras aquellas sencillas cosas que le proporcionaban seguridad estuvieran en su posesión.
—Ya voy —le gritó con descuido—. Casi termino.
—Lara ¿en serio tienes que registrar hasta el último rincón de la casa antes de irte? —inquirió Emma con ademán inquieto.
—Sabes que sí, hasta la última gaveta.
Emma maldijo en voz baja y se recordó con alivio que cuando la planificación y la manipulación no funcionaban, las amenazas siempre lograban que los viajes se dieran en tiempo. Tal vez este no fuera la excepción.
—¡Evelett! —volvió a gritar, apelando a un miedo que había sabido bien como explotar—. ¡Baja ya, antes de que me largue y las deje a las dos aquí!
Por algún extraño motivo, aquella advertencia, que siempre había funcionado con Lara, no daba el mismo resultado con Evelett. Era más rápida y también más despegada, intentaba siempre llevárselo todo, pero no sufría por el libro que perdía o el conejo de peluche que no cabía en la maleta y había que dejar.
— Mamá —dijo la niña con calmada suficiencia desde lo alto del descanso—, tienes que entender que no hay una relación directamente proporcional entre el volumen de tu voz y nuestra agilidad para hacer el equipaje.
—Esta chiquilla cada día habla más raro —masculló Emma entre dientes mientras las ventanas de su nariz se dilataban de impaciencia —. Tengo que limitarle las horas de televisión. ¡Lara!
—¡Ya voy! —gritó la chica mientras bajaba la escalera llevando una maleta café bastante descolorida, acompañante ya de numerosos viajes—. No te estreses, madre, que ese vuelo no saldrá sin la familia Sanders.
—Eso espero, porque no hay más vuelos hasta dentro de dos días, y no creo que al nuevo jefe de tu padre le agrade pagar recargo por los boletos de avión.
—Todo estará bien, aún tenemos tiempo. —Lara intentó calmarla—. Evelett está por bajar y yo ya estoy lista, que era lo más difícil ¿no?
—En efecto, hoy no puedo quejarme mucho de ti —consintió su madre—. Me alegra que estés emocionada… pero niña —protestó deteniéndola y arreglándole los mechones de rojizos cabellos que le caían desordenados sobre los hombros—, ¿por qué no te arreglas un poco? Eres tan descuidada con tu aspecto, ponte un poco más de maquillaje al menos.
Lara sonrió sabiendo que debía aportar un obligatorio buen humor, con el tiempo había llegado a aceptar que para ella nunca estaría lo suficientemente arreglada, pero no pensaba darle importancia en aquel momento. Las mudanzas siempre habían sido sus épocas favoritas y Emma con sus exigencias no iba a estropearlo esta vez.
Miró a su alrededor y toda nostalgia que hubiera podido sentir por dejar atrás la acogedora casita se desvaneció. Aquellos dos pisos pintados de un agradable color salmón, con interiores de un tono crema pálido y jardincillo con verja de madera le había parecido en otro tiempo un lugar mágico. Sus tres habitaciones le habían permitido a Lara por primera vez tener una recámara para ella sola, y los tejados frescos y elevados amortiguaban el intenso calor de la única estación veraniega que la familia había pasado en California.
Lara se consideraba una persona con suerte, a su edad no todos habían vivido en doce ciudades y cuatro países distintos.
—¿Empacaste todas tus cosas? —inquirió Emma con un suspiro.
—Por supuesto.
—¿Y ayudaste a tu hermana? —un toque de desidia bailaba en su acento.
—Evelett está más entusiasmada que yo con este viaje. No desconfíes de su edad, cuando yo comencé a hacer mis maletas, ya ella había terminado las suyas. Además a Eve no le preocupa lo que se quede, mientras le des algo para sustituirlo todo estará bien.
—¿De veras crees que le gustará el lugar? Sé que ya han sido muchos cambios para ustedes, pero al final este es nuestro trabajo, es lo que hacemos. Tu padre y yo no hemos querido presionarlas aunque sabes que de cualquier forma nos teníamos que mudar.
—¡Por favor, mamá! Casa nueva, gente nueva, escuela nueva… ¿y España? ¿Qué más podemos pedir? Después de todo los que van a sufrir con el idioma son papá y tú, yo he tomado clases de idioma en la escuela y Eve es una esponja para aprender. Creo que nos va a salir una niña prodigio.
—¡Oh, tengo puestas mis esperanzas en eso, y debe ser muy inteligente porque cada día la entiendo menos! —Emma se persignó en un rapto de teatralidad—. Pero eres mala burlándote de tus viejos padres. Esta es la mejor oportunidad de trabajo que hemos tenido en unos años, y si a mis cuarenta debo aprender un nuevo idioma para asegurarles el futuro a mis hijas, entonces cualquier sacrificio será poco.
Una carcajada salvaje salió disparada de los pulmones de Lara y resonó por el estrecho recibidor con un eco sordo. Había escuchado tantas veces las tribulaciones que su madre estaba dispuesta a pasar por ella que ya le provocaban risa.
—¡Vamos, déjate del drama del sacrificio, que yo sé muy bien que te mueres por conocer la Costa Blanca!
—¿Para qué te digo que no, si sí? ¿Te imaginas viviendo en un paraíso como ese? —Los ojos de Emma destellaron con ansias reprimidas y Lara supo que habría aceptado el trabajo aunque no le pagaran nada por él, así que tomó la pregunta como retórica y optó por no contestar.
La alegría siguió llenando el aire mientras terminaban de acomodar el equipaje en la parte trasera de la camioneta. El trayecto hasta el aeropuerto demoraba una media hora, y debían tener tiempo todavía para facturar y pasar por aduana la vasta colección de cuchillos de plata que constituían la herencia más preciada de la familia; de modo que Emma volvió a llenar la casa con sus gritos.
—Niñas, por favor ¿nos podemos ir ya?
—Ahora mismo, verás cómo Evelett baja en un segundo —concluyó Lara y dirigiéndose a la escalera con una autoridad inusual exclamó—: ¡Pelusa, tienes un minuto para bajar o dejo todos tus juguetes aquí!
Al instante una mirada asustada se asomó por el borde del barandal. La idea de perder uno o dos muñecajos no la asustaba, pero todos ya era demasiado.
—¡No, no, La… mis muñecos no! ¡Con el trabajo que pasé para meterlos en la maleta! —Suspiró la pequeña.
—Entonces… ¿todas listas? —preguntó la señora Sanders suplicando por que fuera la última vez que debía hacerlo.
—Listas y cómodas para un viaje largo, capitana. —La pequeña se llevó los dedos a la frente en un saludo militar.
A sus seis años Evelett podía pasar por una niña mucho mayor, tanto por su aspecto como por su carácter y su inteligencia, y Emma se consolaba pensando que quizás después de todo la suerte se pusiera de su parte, porque Lara no estaba dando muchas muestras de destacarse en nada.
—Muy bien, suban entonces a la camioneta. Nos vamos.
—¿Y papá? —preguntó Lara de repente—. ¿No viene con nosotras?
—Ya guardé sus maletas, tu padre nos espera en el aeropuerto, está haciendo algunos trámites para el señor Swels. Ha sido una sorpresa poco agradable pero no hemos podido negarnos; sin embargo, si te conozco como creo que te conozco estoy segura de que te va a encantar.
El tono de la mujer se tensó por un segundo con inesperada preocupación, pero luego su expresión se relajó, a pesar de todo quizá valieran la pena los riesgos, y no creía que su nuevo patrón los dejara del todo desprotegidos contra el peligro. Para cuando su cerebro dejó de cavilar y se volvió hacia Lara, esta ya había dejado de encontrarle sentido a la conversación.
—No entiendo. ¿Me va a encantar? ¿La sorpresa desagradable del señor Swels? —preguntó extrañada.
—¡No, tonta, la sorpresa es para ti!
—De verdad que me has perdido, madre. ¿Unos trámites para el señor Swels que son una sorpresa para mí?
—¿Y para mí no hay sorpresa? —se alarmó Evelett.
Emma terminó de acomodarla en el asiento trasero de la Expedition, ajustándole el cinturón, y fue a sentarse frente al volante con aire misterioso. Si las chicas apenas podían dejar de preguntar, la madre apenas podía mantenerse callada. La curiosidad era quizás el único elemento que tenían en común.
—Ah, no. No lo diré. Esperen a que lleguemos al aeropuerto y lo entenderán. Ahora digan adiós a esta casa, niñas ¡que nos vamos a España!
—¡Síiiiii! —Fueron los gritos al unísono de las chicas.
Mientras las últimas casas de la ciudad se alejaban Lara supo que no la extrañaría. Los Ángeles había sido su ciudad tanto como lo habían sido muchas otras: un lugar de estadía por no más de uno o dos años, un sitio donde alguna persona importante tenía su villa de descanso, su enorme mansión deshabitada cayéndose a pedazos; y llamaba entonces a sus padres para que la restauraran y administraran, para que la hicieran de nuevo próspera y envidiable. “Habitable”, por desgracia, no era un concepto coherente en el pensamiento de los ricos, todas y cada una de sus posesiones tenían que ser envidiables.
Emma comprendió instantáneamente la mirada de Lara y la pregunta nació con una nota de intranquilidad.
—¿En serio no echarás de menos este sitio?
Lara había nacido en Boston, Massachussets; y a los cuatro años la recién estrenada familia Sanders había aceptado la restauración de una hacienda colonial en Yucatán. La semiderruida construcción se levantaba sobre unas antiguas minas de carbón, y en menos de ocho meses su padre había logrado devolverle su antiguo esplendor, dejando una red de túneles y pasadizos debajo de la casona, tan bien reconstruidos, que había impresionado gratamente al dueño y le había valido una buena recomendación. Ese había sido el primer y corto encuentro de Lara con el español.
Después de México se habían sucedido trabajos en Texas, Washington, Alaska, Las Vegas… A los diez años había pasado todo un invierno en una cabaña congelada de una reserva natural al norte de Canadá, mientras su padre restauraba el antiguo santuario de una tribu hurón. A los catorce había adoptado a escondidas un bebé de canguro cuando otro millonario aburrido había mandado a su padre a Australia durante dieciocho meses, a restaurar una simbólica taberna que había sobrevivido al último bombardeo de la Segunda Guerra Mundial sobre el pequeño continente.
—No. —La respuesta fue rápida y cortante—. No lo creo. Llevo conmigo todo lo que me hace feliz.
Lara no solo se había acostumbrado a viajar, sino que las depresiones naturales por dejar atrás amigos y escuelas no se aplicaba a su carácter. Los constantes viajes habían acabado siendo una parte necesaria de su día a día, y eso era precisamente lo que temía Emma, porque significaba que no se tomaría muy bien algunas noticias que tenía para ella.
—¿Sabes? Muchos le llaman “desarraigo” —recitó como si acabara de leer un libro de psicología—, a esa falta de sentimientos afectivos sólidos hacia un lugar, un país, o una casa.
—Pues hasta donde sé ustedes lo llaman “buenas ofertas de trabajo”.
—En efecto, es trabajo. Eso no significa que nos guste ir dando tumbos por la vida, arreglando las casas de los demás sin tener jamás la nuestra. De no haber sido estrictamente necesario me hubiera gustado que nos quedáramos en California… el clima es bueno… la gente agradable…
—…Te gustaba la casa. —Terminó Lara por ella, entornando los ojos.
En cada lugar donde su padre tenía un trabajo le daban alojamiento a su familia, casi siempre una pequeña casita cerca de la mansión que iba restaurar, antiguas residencias de servicio y en una ocasión hasta un tráiler, donde pasaron los primeros meses de desvelo tras la llegada de Evelett. La pequeña vivienda color salmón había sido lo más parecido a un hogar normal que habían tenido en los últimos tiempos y sabía que a Emma le había costado mucho desprenderse de ella. Pero el trabajo había terminado y era hora de volver al camino.
—¡Está bien, lo admito, me gustaba la casa! —aceptó la mujer—. No lo digas como si fuera un pecado, ya soy mayor, necesito cierta estabilidad.
—¡Por favor, madre! Hablas como si tuvieras noventa.
—Pues voy casi a la mitad del camino y estoy cansada de andar sin rumbo —protestó golpeando el volante con suavidad.
—A eso que tú le dices andar sin rumbo yo lo llamo espíritu aventurero, y me gusta. ¿Por qué querría que las cosas fueran diferentes?
—¿Y la escuela? ¿No extrañarás eso?
—Madre, deja de preocuparte —sus interrogantes ya comenzaban a desesperarla—, no extrañaré esta escuela porque sé que iré a una escuela igual de emocionante, es todo. Y sí, extrañaré a mis amigos, pero para eso existen las redes sociales. Deja de intentar psicoanalizarme. Yo estoy bien con cualquier preparatoria.
Era absolutamente cierto, lo único que le importaba era seguir estudiando, y si este buen señor rico que había contratado a sus padres se portaba tan generosamente como la familia esperaba, entonces era probable que hasta la universidad fuera una realidad bastante palpable. Ya que no era tan atractiva como su madre hubiera deseado, entonces tenía que poner un empeño especial en su preparación.
Y a propósito del buen señor rico…
—Entonces, mamá, cuéntame. —Aprovechó para cambiar el tema—. Las cosas han sido tan precipitadas que apenas tuviste tiempo de darme detalles acerca del lugar al que vamos.
La vio sonreír con picardía, adoraba dar los preliminares cuando se trataba de conocer un sitio nuevo aunque ella misma no lo hubiera visto más que en fotografías. Por lo general los clientes siempre hacían viajar antes a su padre para evaluar el estado de las construcciones, hacer los presupuestos y los preparativos, pero esta había sido la expedición más imprevista y precipitada en la historia de la familia Sanders. El Señor Millonario quería restaurar su casa y la quería lista para ayer.
Pero las fotos habían sido más que suficientes para echar a volar la imaginación de Emma y por desgracia esto la hacía más elocuente de lo necesario.
—Bueno, ya sabes que hace dos semanas tu padre y yo terminamos el contrato con el señor Benfret, su chalet estaba listo, ya viste lo hermoso que quedó. Comprenderás que nos preocupamos porque no habíamos encontrado todavía ninguna oferta de trabajo que se ajustara a nuestras necesidades. El señor Benfret prometió dar excelentes referencias nuestras pero sabes que en los tiempos que corren no hay muchos que estén dispuestos a pagar lo que vale una restauración decente…
—Madre, ¿puedes abreviar? —la apremió Lara.
—¡Está bien, está bien! El caso es que de pronto salió de la nada, ¡ni siquiera sabemos todavía quién nos recomendó!, pero el mismo día que le entregamos las llaves al señor Benfret apareció este joven….
—¿Joven? ¿No es un señor mayor el que los contrató? —Lara experimentó una curiosidad especial. Estaba acostumbrada a ver pétreos rostros ancianos detrás de cada una de las mansiones, un joven interesado en la restauración de su patrimonio era una novedad.
—¡No, hija, para nada! Es un muchachito que no debe pasar de los veintiséis años por muy maduro que pueda parecer. ¡Y es tan guapo, Lara! Tienes que conocerlo, estoy segura de que no vas a poder dejar de mirarlo…
—¡Mamá!
—Bien —carraspeó Emma—, te decía entonces, que se nos apareció este muchacho, tan apuesto, tan galán, y nos propuso restaurar una de sus mansiones. Al principio tu padre estuvo un poco reticente en hacer negocios con alguien tan joven, ya sabes, por lo de la poca seriedad y todo eso… pero la oferta era tan buena que tuvimos que aceptar de inmediato.
A esas alturas parecía que Emma iba a salir volando por la ventana de tanta emoción, sus palabras eran ágiles y la exaltación de toda su historia hacía que el auto diera ligerísimos saltos.
—¡Oye…! —le reclamó entre risas—. Ya dijiste que sí, ya tienes el trabajo. Ahora cuenta más despacio… y maneja más despacio también que de lo contrario no vamos a llegar al aeropuerto en una pieza.
—De acuerdo —consintió Emma—. El caso es que yo lo estuve investigando, por si acaso —y enseguida aclaró, evitando los ojos de Lara, que ya hacían círculos de desaprobación—, solo una revisadita de rutina en Internet, nada más. Y resulta que el chico en efecto es millonario, heredó todo cuando sus padres murieron durante un viaje por Asia hace veinte años, dicen que se envenenaron con un pez exótico o algo así… ya sabes que a los ricos les da por comer cosas raras.
—Ajá… —Fue la única reacción a la avalancha de información. La historia ya había dejado de ser para ella y Emma prácticamente se estaba hablando a sí misma.
—De modo que el pobre chico se quedó solo en el mundo, sin hermanos ni primos ni nadie más con quien compartir semejante fortuna… porque también es muy usual esto de que los ricos tengan familias pequeñas, muy pequeñas ¿por qué será? En fin, que hace tiempo pasó la etapa de llorar. Según los periódicos no fue hasta su mayoría de edad, que su albacea le pasó el control de las corporaciones familiares, así que el muchacho ha tenido que poner los pies en la tierra y encargarse de los negocios.
—Pobre —murmuró Lara, reviviendo el sentimiento en una forma que no quiso analizar—. Quedarse solo…
—Así es, para que veas que no importan los millones, al final cualquiera puede quedarse solo. —Y enseguida supo que debía darle un giro urgente a la conversación—. Volviendo al tema, el chico ha tenido que ocuparse de su patrimonio y quiso darle atención especial a una de sus propiedades. Ahí es donde entramos nosotros.
Magnífico, esa era la mejor parte. Lara siempre había pensado que era muy afortunada por conocer sitios que la mayoría de la gente no podía ni siquiera soñar con ver. No le importaba que no fueran suyos, a diferencia de lo que Emma pudiera pensar la belleza estaba para ser apreciada, no para ser poseída.
—El señor Swels, aunque la verdad es que deberían llamarlo “señorito Swels”, ¿cómo crees que sea mejor…?
—¡Madre! ¡Concéntrate!
—Sí, sí. —Accedió Emma con una risita de disculpa—. Te contaba: él nos dijo que tenía un inmueble en España, en la Costa Blanca, rodeado de cinco mil hectáreas de bosque, también de su propiedad, y que necesitaba que alguien se hiciera cargo de todo eso. Dice que la casa no está en mal estado, pero que lleva mucho tiempo deshabitada y necesita algunos arreglillos. —Su voz dudó por un segundo y luego continuó—. También nos dijo que, si queremos, y si nos gusta el lugar, y si al final del contrato todos estamos satisfechos… ¡que le gustaría que nos quedáramos definitivamente a cuidar esa propiedad!
—¿Quéeeee? —Lara dio un respingo en el asiento que hizo vibrar la camioneta.
—¡Niña, por favor, no te espantes de esa manera! Nadie sabe si vamos a estar todos satisfechos dentro de un año, pero… al menos piénsalo con madurez. Yo sé que adoras las mudanzas, pero esta es una gran oportunidad para establecernos por fin, echar raíces en algún lugar, piensa que tus padres no van a ser siempre jóvenes.
—Mamá, cuando papá y tú no puedan trabajar ya yo podré hacerlo. ¿Pero quedarnos en un solo lugar? ¡Jamás hemos hecho algo así!
—¿Y cuando tengas un trabajo estable cómo vas a viajar? Dime —inquirió Emma.
—¡Pues me busco un trabajo donde haya que viajar mucho y listo!
—Lara… —La voz de Emma se tornó fría de repente—. Cuando seas mayor de edad puede irte a donde quieras, hasta entonces se hará lo que tu padre decida. Además ¿quién sabe? tal vez te guste eso de echar raíces en un lugar tan exótico como la Costa Blanca. Nada más imagínatelo: playas hermosas, bosques extensos, una mansión enorme en la que curiosear, los paseos con las nuevas amigas, los chicos guapos…
—En fin, las tragedias de la vida bucólica —se burló Lara.
La señora Sanders volvió a respirar, no quería presionarla demasiado porque estaba perfectamente de acuerdo en que Lara siguiera su rumbo lejos de ellos, pero todavía faltaba un año y en un año podían pasar muchas cosas.
—Entonces, ¿eso quiere decir que me dejarás ir a la playa cuando quiera? —interrogó con suspicacia.
—Por supuesto, ya es hora de que hagas tu vida. Además sabes que nunca he estado demasiado pendiente de tu paradero… —lo dijo sin pensar y deseó poder morderse la lengua antes de que Lara se convirtiera en un volcán en erupción, pero por suerte estaba más controlada últimamente.
—¿Me dejarás salir hasta tarde con mis nuevas amigas? —Su tono fue más frío esta vez.
—Sí, creo que tu padre estará de acuerdo en que ya puedes llegar más tarde a casa.
—¿Y me dejarás salir con chicos guapos?
—Con quien quieras, solo no preocupes a tu padre.
Una vuelta más de la carretera y el aeropuerto apareció delante de la camioneta como una inmensa masa de vidrio y acero. No pasó mucho tiempo antes de que alistaran todos sus documentos legales para el viaje, y después de dar varias vueltas por la sala de espera y ubicar con la mirada a su marido, Emma le añadió a su voz un toque de teatral misterio que no lograba disimular del todo su descontento.
—Bien, Lara, cierra los ojos.
—¿Qué pasa? —Intentó voltearse, pero la señora Sanders se lo impidió.
—Pasa que tu papá ya está aquí y es hora de la sorpresa. Todavía no puedes abrir los ojos. ¡No hagas trampas!
La sola mención de su padre hizo a Evelett dar la vuelta y correr a sus brazos. Solía ser una niña muy aislada, le gustaba jugar sola, no había que bañarla o darle de comer, su independencia era casi un insulto a la maternidad, pero todo lo compensaba con su excesivo apego a cada miembro de su familia... cuando se acordaba de ellos.
Hatch la recibió con la frase acostumbrada.
—¿Cómo está hoy mi pequeña preciosa?
—¡Preciosa! —contestó ella mientras miraba por encima de su hombro.
—¿Y eso qué es? —preguntó señalando un bulto grande a espaldas de su padre—. ¿Es la sorpresa de La?
—Exacto.
Lara sonrió entusiasmada: adoraba los regalos, por insignificantes que parecieran.
—¿De qué tamaño es?
—De qué tamaño son. —La corrigió Hatch.
—¿Qué son? Papá, por favor dime ¿qué son? —Habría abierto los ojos de un tirón si la mano de Emma no hubiera estado allí para cubrirlos.
—¡Oooooh! —El suspiro de su hermanita, a quien sí le habían permitido mirar, terminó con la intención de Lara de esperar otro segundo para ser sorprendida. Había en su carácter una línea muy delgada entre una emoción y otra, el pobre psicólogo que la había tratado en su más tierna infancia había determinado que ni ella era tan tierna ni sus accesos de mal genio tan fáciles de corregir; y aunque eso había sido mucho tiempo atrás, aunque controlaba con especial atención cada uno de sus sentimientos, la paciencia era algo que todavía no lograba gobernar con eficacia.
De un golpe se quitó de la cara la mano de su madre y abrió bien los ojos para que nada se le escapara. Enmudeció por un instante y luego una larga expiración de incredulidad se le escapó.
—¿Y esto de dónde lo sacaron? —murmuró mientras señalaba con un dedo la canasta que descansaba en medio del círculo familiar.
Desde siempre Lara había estado pidiendo un gatito, pero no a todos los empleadores de sus padres les gustaba tener mascotas cerca de sus propiedades, y Lara había preferido no encariñarse con ningún animal para tener que abandonarlo después cuando se mudaran. ¡Pero aquello era demasiado!
—¿Qué pasa? ¿No te gustan? —preguntó su padre intranquilo.
—Claro que me gustan. ¡Sabes que me gustan! ¡Diablos, son preciosos! —No pudo evitar que un rezago de excitada alegría se notara en su voz cuando miró de nuevo la sorpresa.
Envueltos en algunas mantas y acurrucados en una acogedora cesta de mimbre negro se veían dos bolas de pelo blanquísimo, en las que no se hubieran distinguido las cabezas de las colas de no ser por los dos pares de ojos verdes y las dos lenguas rosadas más juguetonas que Lara conocería.
Sólo había necesitado un vistazo para saber lo que eran.
—¿Hembra y macho? —preguntó sin dejar de observarlos.
—Hembra y macho —afirmó Emma con un rastro de resignada preocupación—. Por supuesto que son del señor Swels, ya sabes, excentricidades de los ricos, los compró para exhibirlos antes sus invitados cuando visiten la residencia en España.
—En la medida de las posibilidades el patrón preferiría que no estuvieran enjaulados. De más está decir que a tu madre no le ha hecho ninguna gracia eso de intentar domesticarlos.
—¡Por supuesto que no me hace gracia! Se ven muy monos ahora, pero dales unos meses y ya me dirás.
—De cualquier manera —suspiró Hatch—, tu mamá y yo pensamos que tal vez te podías encargar de ellos por el momento, son demasiado pequeños para no tener madre.
Lara levantó una de las bolas de pelo y la sostuvo en su regazo. Aquel animalito no medía aún setenta centímetros desde el hocico hasta la punta de la cola. Podía cargarlo con una sola mano, y sonrió para sí misma pensando que en cinco meses triplicarían sus propios escasos cincuenta y cinco kilos y tendrían a su madre en un puro nervio.
En todo el mundo había sólo ciento diez tigres blancos, y ella sería la nana de dos.
La figurita sobre su pecho bostezó y Lara supo al instante que iba a amarla hasta la locura. El cachorro estiró su pequeña lengua rosa con ademán hambriento, Lara puso un dedo frente a su nariz, haciéndole cosquillas hasta que la mordió sin muchas ceremonias.
—¡Auch! Eso dolió.
—¡Eah! Parece que sabes bien —bromeó su padre.
Automáticamente Evelett colocó su manita frente al cachorro que había quedado en la cesta, pero este se dedicó a olerla y estornudó.
—¡Ah…! —Dejó escapar un suspiro de tristeza y se volvió hacia Emma—. Mami, ¿qué pasa? ¿Yo no tengo buen sabor?
Si hubiera sido un cachorro de chihuahua quizás la pregunta le hubiera parecido graciosa, pero dadas las circunstancias era aterrador que en algún momento en verdad su hija les pareciera apetecible.
—Sí, Evelett, cariño, por supuesto que sabes bien. Pero tú no puedes cuidar de los cachorros, no hasta que seas más grande… aunque si quieres, puedes ayudar a tu hermana —dijo guiñando un ojo a Lara—. ¿Cómo los llamarás?
—¿Yo les tengo que poner nombre? ¿No debería hacerlo su dueño?
—Cuando le pregunté al respecto al señor Swels —intervino su padre—, me dijo que los llamara como mejor me pareciera, que para él eran Tigre Uno y Tigre Dos. Así que te cedo el honor de ponerles nombre. Ya me dirás tú cómo quieres llamarlos.
—Khan —respondió Lara sin necesidad de meditar mucho al respecto—. Khan y Silver Moon.
Provincia de Valencia.
El insipiente verano del Mediterráneo, pesado y fresco, hizo que a Lara se le cerraran los ojos el tiempo suficiente como para perderse los primeros cincuenta kilómetros del viaje desde el aeropuerto de Valencia. Iban al norte por una carretera que bordeaba la costa, cruzando a veces pequeños poblados y otras rodeando las colinas que se levantaban caprichosamente junto al mar.
Le gustaron las casas blancas de tejado a dos aguas, los techos de roja pizarra, el olor a océano tan vivo que desprendía aquel pedazo de mundo, las playas y los riscos, la gente desinhibida que se paseaba en traje de baño por los muelles, alistándose para salir en pintorescas barcazas. Todo parecía nuevo, y a la vez antiguo y exótico, como sacado de una novela.
Lara miró con interés fuera de la ventana del auto cuando atravesaron la ciudad de Altea con más prisa que satisfacción. El improvisado guía que el patrón les había enviado parecía tener como primer objetivo mostrarle lo indispensable acerca de la ciudad, quizá para no tener que lidiar con los recién llegados más de una vez. El mercado, el hospital, la marina, las escuelas de las chicas, la posición geográfica y la fachada de cada uno desfilaron con rapidez ante sus ojos y si no las habían memorizado… bueno, para eso estaba el GPS.
El insustancial paseo terminó cuando el guía se dispuso a enseñarles el camino a la Villa de las Mercedes. El hombre era alto, de edad madura como sus padres; su expresión resultaba muy poco amigable y un gran bigote le cubría el labio superior como una cortina espesa y gris. Era el único que había ido a esperarlos a su salida del aeropuerto.
—¿El señor Sanders?— fueron sus primeras palabras.
—El mismo ¿qué se le ofrece? .
—Mi nombre es Alfredo. Soy el vigilante de la propiedad a dónde van, estoy aquí para entregarles un mapa que les ayudará a llegar a la casa si no se aprenden el camino luego de la primera vez, y las llaves de su nueva GMC, al parecer el señor no ha querido que extrañen América y les envía este obsequio como muestra de su confianza en la calidad de su próximo servicio.
Sus palabras fueron el discurso breve y bien aprendido de quien está acostumbrado a dar la bienvenida a gente de paso, a las que no hay que tomar afecto porque nunca se quedan.
—Muchas gracias — respondió Hatch mientras acomodaba las maletas en la parte trasera de la camioneta nueva.
El Señor Bigotes les dio la espalda sin otro comentario y los dirigió con parsimonia hacia la propiedad. Lara sabía que después de aquel día quizás solo en contadas ocasiones volvería a ver al vigilante, de modo que no le prestó demasiada atención al hombre ni a su rudeza y se dedicó a marcar en el mapa cada curva en el camino para no perderse.
El clima era templado y el paisaje se mostraba tan colorido como el final de la primavera lo permitía. El coche se zarandeó un poco por los desniveles del suelo y Evelett protestó con un suspiro. No había dormido en todo el vuelo, y de Los Ángeles a Valencia era un tiempo considerable teniendo en cuenta que habían hecho dos escalas, así que un insoportable mal humor producido por el cansancio, el jet lag y la negativa de su madre a que tocara a los cachorros, la estaba alcanzando.
Lara le quitó los binoculares con los que había estado jugando durante todo el trayecto y sonrió por lo bajo. Aún no habían llegado pero el paisaje que rodeaba la villa era en realidad un tanto místico y sugestivo, como si grandes historias se escondieran en aquellas incontables vueltas del camino. Desde cualquier punto podía escucharse el mar, y el viento entraba por las ventanas del coche en ráfagas con olor a sol y a sal.
—Definitivamente puedo pasar un tiempo aquí, me gusta este lugar. — murmuró Lara.
Un vientecillo suave agitó las hojas, arremolinándolas, cuando comenzaron a bordear la costa. Allá, muy lejos, se divisaban los salientes de los acantilados, contra los que el mar rompía con infinita furia.
Lara dejó caer la cabeza sobre uno de sus antebrazos, apoyado en la ventana, y para no perderse nada de aquel espectáculo se ajustó los binoculares de Evelett. Todo cuanto miraba parecía lóbrego aún en la cálida estación, como sacado de la imaginación de algún autor romántico.
Sobre el despeñadero más alto, mirando al Mediterráneo con estática osadía, se elevaba un faro de blanca torre cuya pared exterior se unía al mismo borde del acantilado. Huraño en medio de las rocas, parecía inaccesible desde cualquier punto, guardando la vasta cala de Altea desde la lejanía. Lo imaginó con su fanal encendido, iluminando la noche, guiando a puerto seguro a decenas de barcos.
—El Faro del Albir. — murmuró Alfredo como si pudiera leer sus pensamientos solo con seguir la dirección de su mirada — Está abandonado, nadie vive ahí desde hace mucho tiempo y el faro tampoco funciona.
Parecía lógico, después de todo la magia de los sitios como aquel radicaba precisamente en su soledad. La redonda cúpula pintada de marrón se recortaba contra el cielo de la tarde con la aureola de un viejo torreón medieval sin tesoros que defender. De repente, los ojos de Lara se abrieron, incrédulos ante lo que parecía una figura humana sentada en lo alto del tejado, justo donde la cúpula alcanzaba el centro su curvatura.
Esperó hasta que el auto diera la próxima vuelta en el sendero y enfocó los binoculares intentando confirmar lo evidente: algunos mechones de cabello dorado y lacio se movían al ritmo de la brisa; una pierna doblada descansaba sobre el techo mientras la otra rodilla servía de sustento para su antebrazo, y aunque no podía ver su rostro algo le dijo que aquel hombre era mayor, mayor en una forma extraña para la que no había posible explicación.
No supo exactamente en qué momento lo vio levantarse, apoyar una mano descuidada sobre la aguja de la cúpula y saludar la llegada de la tarde con una larga inspiración.
Después solo hubo sobresalto.
Lara ahogó un grito cuando lo vio acercarse al borde y sin un solo sonido dejarse caer -lo que calculó serían más de ocho metros- hasta el suelo.
—¡Dios…! — se ahogó con la palabra.
La inconcebible suavidad con que sus pies tocaron la roca, la levísima flexión con que mitigó su caída, y luego aquella marcha de ráfaga de viento con que empezó a deslizarse por el borde de los acantilados, siguiendo la costa rumbo al suroeste… Lara sintió que el corazón se le encogía ante la imposibilidad de asegurar cualquier rastro de física humanidad en aquel cuerpo. Se habría frotado los ojos para despertarse de no ser porque estaba segura de tenerlos bien abiertos y fijos en aquel hombre que se deslizaba sobre las piedras con una agilidad casi etérea, como si en cada salto una ventisca se encargara de sostenerlo.
La fluidez de los movimientos, la dulzura de sus pasos, la fuerza impenetrable con que se aclimataba como flexibilísimo acero a los filosos bordes de los riscos, todo se detuvo en un segundo cuando la silueta interrumpió su avance repentinamente y volvió la cabeza en su dirección con visible ansiedad, como si buscara algo… a alguien… ¡a ella!
Asustada se apartó de un salto del cristal del coche, al tiempo que se convencía de que era una idiota, había demasiados kilómetros entre los dos y él no llevaba binoculares como los de Evelett. Era imposible que pudiera verla. Porque era imposible… ¿verdad?
Durante un largo segundo sintió como si hubiera transgredido una sagrada regla, como levantar la mirada ante un antiguo faraón o insultar a un sacerdote, y la atracción más inquietante se apoderó de su espíritu. Habría dado cualquier cosa por ver de cerca el rostro de aquella silueta perfecta, por descubrir esa chispa en sus ojos en la que, estaba segura, toda humanidad desaparecía.
Cuando volvió a ajustarse los binoculares para buscarlo ya no había nada que ver, todo rastro de vida se había evaporado.
Apenas llegaba y España acababa de regalarle su primer misterio, su primer maravilloso corte de respiración, y no le importaba el estado de alarma en que aquel hombre había puesto todos sus sentidos, estaba completamente segura de querer encontrarlo de nuevo.
Volvió la cabeza hacia los riscos con perseverancia y susurró como si él pudiera oírla.
—Nos veremos pronto…
Villa de las Mercedes.
Altea
Cuando dejaron atrás la calzada y el Faro del Albir, las vistas de la costa y la sugestiva alucinación, Lara dedicó todo su interés a no perder detalle del camino a la casa. A ambos lados de la senda empedrada que unía la villa a la carretera principal, se alzaba una cortina densa de bosquecillo que abarcaba hasta donde la vista podía alcanzar. Contó cinco, seis kilómetros en el tablero de control de la camioneta y de pronto el descomunal edificio de piedra y cristal se mostró en todo su soberbio tamaño.
Había crecido cerca de lugares increíbles, de mansiones, de chalets, de propiedades con miles de metros cuadrados, pero aquella era una perspectiva completamente diferente de lo que significaba construir. Los más de quince metros de altura empleados apenas en dos pisos la hicieron sentir pequeña y por un instante temió perderse en aquel sentimiento.
—La villa no tiene más de cincuenta años — juzgó el buen ojo de su padre — aunque han tratado de hacerla parecer vieja, muy vieja.
En efecto, la arquitectura renacentista le aportaba un aura de nostálgico recuerdo y la larga fila de capiteles que coronaba la edificación iban torciéndose en una complicada espiral que llegaba hasta la cúpula central. Alrededor del jardín se veían numerosas tejas rotas que probablemente habían caído con la última tormenta, pero aparte de tener que protegerse las cabezas eso no representaba mayor problema para la reconstrucción.
El frontón principal debía medir unos ocho metros de ancho y estaba soportado por cuatro columnas en las que un rastro de moho verdoso comenzaba a revelarse. En su triángulo interior había esperado encontrar ángeles, gladiadores o maestros clásicos de ondulantes túnicas; en cambio solo se veía el austero relieve de un par de tigres preparándose para atacar y Lara no necesitó más.
—Ahora ya sabemos por qué el señor Swels quiso enviar los cachorros precisamente a esta casa. — dijo a su padre señalando el relieve.
Un camino de grava apisonada daba vuelta al extenso jardín delantero, lleno de arbustos mal podados y fuentes secas, y desembocaba ante la escalinata principal. Diez, doce, quince escalones semicirculares sin ningún barandal eran el acceso al portal elevado, y al abrir la puerta de la camioneta los cachorros fueron los primeros en saltar al suelo, estirando alternativamente una pata tras otra.
Silver Moon se deslizó con cautela a su alrededor, después de tres horas sobre la falda de Lara, era el único olor que reconocía bien y a todas luces era más precavida, más suspicaz que el macho. Apoyó sus garras diminutas contra una de sus piernas y gruñó una inquieta petición hasta que se sintió levantada del suelo. Era tan clara como la luna misma, sedosa como un copo de algodón y regordeta como todo cachorro debía ser. Las rayas, de un gris opaco todavía, marcaban ya sobre la piel la belleza de su raza.
—¿Qué pasa, nena? ¿Estás cansada?— preguntó Lara apretándola contra su pecho como si pudiera esperar una respuesta — ¿No quieres conocer tu nueva casa?
La contestación fue un arrullo bajo que salió, aburrido, por entre los dientecillos de la tigresa; pero otra respuesta no tardó en llegar desde una voz nerviosa y excitada.
—Ella no sé, pero yo me muero por recorrerla de una punta a la otra. — le susurró su madre al pasar a su lado — ¡Lo que es tener dinero, Dios mío! Podría acostumbrarme a estos lujos en menos de una semana.
—Previsible. — apuntó Lara con un movimiento suave de cabeza, Emma iba a comenzar otra vez su monólogo.
Evitándola, centró su atención en la tigresa, que ya se había acurrucado cómodamente al calor de su tacto, y apuntó la primera diferencia importante entre los cachorros: Silver Moon era profundamente serena y apacible, podía decirse que incluso apática; Khan era distinto, más arriesgado, más impredecible, más orgulloso en su reconocimiento del terreno. Por un momento, la imaginación de Lara lo comparó con un patriarca medieval en pleno recorrido de su feudo, -cosa graciosa teniendo en cuenta que el pequeño tigre no se levantaba a más de cuarenta centímetros del suelo-.
Evelett, despierta otra vez y más animada por la visión de aquel castillo de cuentos se movió con él, desprendiéndose de la mano de Emma. La sugestión del lugar era innegable, y aquel aspecto misterioso sin dudas alcanzaría el tope de sus potencialidades una vez que su padre hubiera hecho su magia en ella.
Si la decisión hubiera dependido de Lara, en menos de seis meses habría convertido la mansión en un súper hotel, en un refugio de especies exóticas o, en cualquier caso, en algo que mantuviera ocupados y en actividad aquella obscena cantidad de metros cuadrados en desuso.
—Si me lo permiten les daré un rápido recorrido por la casa, para que se familiaricen con ella. El señor me lo encargó de forma muy precisa. — la voz de Alfredo se tornó seria y reverenciadora cuando mencionó al “señor”, que todos reconocieron por supuesto como el señor Swels.
—Muy bien. — asintió Hatch, aliviado de tener a alguien que lo pusiera al corriente de la edificación — Usted adelante, por favor.
La puerta principal era de madera cruda, con grandes placas de metal desvaído incrustadas de forma horizontal. Pesados clavos sujetaban las placas a la madera y luego a los juegos de doble anclaje que la fijaban a un marco de casi veinte centímetros de espesor. Una cerradura que aparentaba al menos cien años constituía toda la protección visible.
Hatch hizo los honores, y la puerta se abrió con el seco chirrido de goznes oxidados. El enorme salón de doble altura les dio la bienvenida con una bocanada de olor a humedad y a encierro; pero la admiración tendría que quedar para otro momento, porque antes de que pudieran volver las asombradas mandíbulas a su sitio ya Alfredo caminaba frente a ellos, recitándoles lo que parecía un discurso muy repasado.
—La forma básica de la casa es un cuadrado perfecto, de cien metros de lado, de modo que encontrarán ustedes mucho espacio para trabajar. El ala frontal está compuesta de varios salones de recibimiento en la planta baja, una salita de fumar y dos salas abiertas a las que nunca se les dio un fin especial, de eso se encargarán ustedes ahora.
Lara miró a su padre complacida. Todo evocaba antigüedad excepto los gigantescos postigos de los ventanales que habían sido retirados y sustituidos por unas láminas de cristal que en nada congeniaban con el espíritu de la villa. No eran demasiado radicales los cambios que necesitaba, pero hacer desaparecer el vidrio era sin dudas uno de ellos.
—¡Diablos! — rio Lara en un tono bajísimo — Ahora sólo necesito algunos chicos guapos en el colegio y habré cumplido la mitad de mis sueños.
—No te preocupes, corazón, haremos lo posible por conseguirte al menos uno decente. — le susurró Emma y el buen humor de Lara sufrió su primer golpe. Entre su idea de un chico decente y la representación de su madre del mismo fenómeno había una diferencia abismal, y supo que pronto estaría recibiendo la lista de los jóvenes de buena familia con los que no debía dejar de relacionarse en su nuevo colegio.
Suspiró apelando a la tolerancia de la que solía hacer gala ante sí misma y cruzó la estancia con precipitación; la parte posterior del salón se iluminó primero débilmente, y luego una puerta corrediza de cristal templado dejó paso a una claridad casi cegadora. Mientras, Alfred seguía recitando su ensayado monólogo.
—Como ven la mansión se construyó con un jardín central, a los señores les gustaba mucho la naturaleza, pero no lo suficiente como para salir a buscarla afuera, así que la mandaron traer dentro de la casa. El señor Swels siente una especial estimación por este espacio, así que le encargo mucho su cuidado.
El jardín interior medía más de treinta metros de largo por otros tantos de ancho, atravesado por senderillos que zigzagueaban alrededor de los árboles más grandes. El resto de la vegetación se componía de siete u ocho variedades de flores exóticas y algunas madreselvas que trepaban caprichosas.
Era como tener un paraíso recogido y particular dentro de la villa, y desde cualquier perspectiva era comprensible que el señor Swels quisiera mantenerlo intacto. LarasSe llevó la mano libre a los ojos intentando minimizar la luz que le pegaba de lleno en el rostro y miró hacia arriba; una cúpula de metal y cristales los separaba del cielo con pequeñas claraboyas que dejaban pasar la brisa, pero que de ser necesario podían cerrarse con rapidez para aislar la lluvia.
Alrededor del jardín, dividida en tres grandes alas, la enorme propiedad cobraba forma.
—El ala Este sólo se usa para los huéspedes, es completamente habitacional. —A sus espaldas continuó el parloteo—. La planta baja tiene dieciocho habitaciones de tamaño medio, destinadas a invitados menores. La planta alta tiene sólo diez habitaciones que únicamente ocupan invitados muy especiales. De más está decirle que debe esmerarse usted en esas alcobas, señor Sanders.
Y el próximo comentario hizo que todos guardaran un minuto de contenida sorpresa.
—Como una deferencia hacia las personas que ha venido a restaurar su casa, el patrón ordenó que establecieran su residencia en la planta alta. Esto, por supuesto, hasta que terminen las obras.
La idea no parecía agradar a Alfredo, probablemente no entendía que el señor tuviera esa atención con unos extraños de tan poco valor, pero nadie prestó atención a su incomodidad. Estaban acostumbrados a permanecer en pequeñas casas destinadas al servicio, apartadas de la residencia en la que trabajaban; y a pesar de que el gesto hubiera logrado conmover a sus padres, el trato no dejó de resultarle a Lara demasiado forzado.
—¿Y el resto de la casa? —Se interesó Emma, haciendo sentir a Alfredo que al menos alguien estaba poniendo un mínimo interés a su visita guiada.
—El ala Oeste está formada en su mayoría por salones de entretenimiento y trabajo, una sala de cine y una biblioteca que, hasta donde alcanza mi información, será el principal objeto de su atención, señor Sanders. —La aclaración no produjo en el resto de la familia más curiosidad que la que ya les provocaba el resto de la villa, de modo que se abstuvieron de preguntar al respecto—. En la planta alta del ala Oeste se ubican las cuatro habitaciones principales, destinadas sólo a la familia. La planta baja está ocupada por dos cuartos de juego, tres despachos acomodados para estudiar o trabajar, y varias salitas de lectura.
Lara sonrió quedamente, imaginando que hubiera algo en lo que se pudiera usar diminutivos en aquel monstruo arquitectónico. Sin embargo y a juzgar por aquella distribución tan esmerada, tan… plana de la villa, podía esperarse que no hubieran dejado en ella, como en las antiguas casas, un par de recónditas habitaciones en las que descubrir algunos misterios.
—El ala Norte está destinada a la administración: cocina, lavandería, despensa, almacenes, esos detalles. La planta baja tiene además unos diez cuartos pequeños para el personal de servicio; a los señores les gustaba ser atendidos con rapidez de modo que preferían tener cerca a los sirvientes.
—¿Usted también vive aquí? —lo interrumpió Emma, que hasta ese momento no se había planteado la fatalidad de tener que compartir la privacidad de su convivencia familiar con un extraño.
—No, no se preocupe —aclaró Alfredo con premura—. Yo tengo mi propia vivienda en los lindes del sur, justo por el camino de entrada a la propiedad.
Todos asintieron sin pronunciar palabra y el recorrido continuó sin más interrupciones. A cada paso parecía que Hatch iba a tragarse la casa con la mirada, los extensos balcones interiores, el voladizo de la terraza norte que llegaba muy cerca de la cúpula; cualquiera podía imaginarse los cambios que su mente estaría maquinando ya.
—Como les decía, en la planta alta del ala Norte se encuentra el comedor, y también hay salones de descanso más grandes, con una excelente vista panorámica de las montañas. Creo que ya se han dado cuenta de que dentro de la mansión todo queda un poco alejado pero con el tiempo se acostumbrarán. Ahora si me permiten, me gustaría mostrarle a la señora los equipos electrodomésticos de que disponemos.
El pequeño grupo se encaminó en silencio hacia las dependencias traseras tomando el corredor oeste. Un ancho balcón rematado en grises capiteles se extendía interminable sobre sus cabezas, pero el corazón de aquella estructura reverberaba con un sonido verde y tranquilizador de insectos y pajarillos.
Khan y Evelett abrían el paso con entusiasmo. La niña no recordaba ya su mal humor, y el cachorro, zigzagueaba desde el lindero del jardín hasta el adoquinado corredor, erizando la línea oscura que atravesaba su lomo y articulando roncos gruñidos.
Lara lo siguió embargada de una insólita admiración. El pelaje de Khan era más tupido aún que el de Silver Moon, apenas unas sombras quebradas y grises comenzaban a extenderse desde su columna vertebral, tiñendo el inmaculado color de su piel. Era indiscutiblemente hermoso. Había algo así como una promesa de dominio en su carácter, imperioso y autoritario; Lara habría dicho incluso, soberbio. Gran parte de sus movimientos eran bruscos, agrestes, y no pudo evitar compararlo con la brutal elegancia de la figura que parecía volar sobre los riscos.
Por el brevísimo espacio de una milésima de segundo su pensamiento se evadió de la casa, la familia y los tigres, el hombre de los acantilados volvió a asomarse a su cabeza y otra vez una absurda ansiedad le regaló un escalofrío.
—Después de esto sólo queda el bosque. — la voz espesa de Alfredo la devolvió a la realidad.
—Ajá… —Fue la única respuesta y el vigilante no pudo asegurar de quién había salido, porque los cuatro miembros de la familia estaban absortos en la contemplación de aquel lienzo natural.
Tras cruzar el último salón la pared trasera de la villa, toda de cristal, descubrió ante ellos el más hipnótico de los paisajes. Unos cincuenta metros de césped corto y mullido evocaba agradables fiestas de jardín, mientras un bosquecillo de jóvenes pinos cobraba densidad a medida que se adentraba en tierras más altas. A lo lejos la Sierra de Aitana se extendía ante su vista con toda la belleza de sus elevaciones.
Khan arañó el vidrio durante unos segundos, inquieto por un encierro que le resultaba invisible y Emma deslizó la puerta de cristal para que pudiera salir. La emoción los empujó afuera y antes de que Alfredo pudiera poner freno a aquel impulso ella, el cachorro y Evelett escaparon a la parte posterior de la casa para disfrutar del olor campestre que subía desde el pasto recién cortado.
—¡Noooo! —El grito resonó, angustiado y tardío, cuando madre e hija estaban ya varios metros fuera de la mansión.
Lara se volvió justo a tiempo para ver el horror reflejado en el rostro de Alfredo, su expresión envejeció en cuestión de segundos y supo que nadie sería lo suficientemente veloz para detener el desastre.
Lo que sucedió a continuación fue como una ráfaga de aire helado que le abrasara el cuerpo, y su mirada vagó con un atisbo de locura entre su hermana y los tres perros que parecían volar sobre sus patas. Evelett era más pequeña que cualquiera de las bestias, y un grito ahogado se escapó de su pecho cuando se abalanzaron sobre ella. Extrañas, solo un par de extrañas. La niña y Emma eran seres ajenos en una casa que tres mastines de más de cincuenta kilos se ocupaban de defender.
—¡Hatch! —El horror de su madre se consumió en un grito que le rasgó la garganta.
Hatch se lanzó instintivamente hacia adelante, sabiendo que aunque pudiera detener a un perro no podría frenar el embate de los tres. Ni siquiera Alfredo habría logrado controlar a los mastines, sumergidos ya en la euforia del ataque. Lara sintió que la sangre se congelaba en sus venas, no pudo mover un solo músculo pero el terror no le permitió cerrar los ojos, como si una fuerza invisible le obligara a observar hasta el final.
Entonces uno de los perros cayó, revolviéndose sobre el césped, aprisionado por un blanco fantasma. Khan había saltado con la misma delicadeza con que hubiera intentado cazar una mariposa. Sus diminutas garras y dientes se aferraron a ambos lados de la garganta del mastín más cercano y sólo tiró de su peso hacia abajo.
Si las circunstancias hubieran sido diferentes, Lara habría reído ante la intención del cachorro de rasguñar el cuello del perro; pero el animal volvió a levantarse por un segundo, tambaleante, con los oscuros ojos desorientados y un charco de sangre creciendo frente sus patas delanteras.
Aquel golpe de energía fue suficiente para paralizar los cuerpos. Los otros perros aguzaron la nariz y lanzaron un aullido, mientras su compañero herido cojeaba unos cuantos pasos y caía inerte, con la mirada vidriosa y la yugular cercenada por completo, sobre la hierba fría de la tarde.
Evelett se aferraba compulsivamente a su madre, que la había alzado en brazos en un intento de librarla del peligro; intento por completo inútil sin la intervención impredecible del tigre… de aquel remedo de tigre.
Los perros gruñeron agazapándose sobre sí mismos, embriagados por el olor de la muerte. Lara no hubiera podido decir si intentaban alejarse del asesino o si se preparaban para atacar.
Ninguno de ellos, ni personas ni animales, se movió entonces. Khan avanzó ceremonioso, con el cuerpo casi pegado a la tierra y las orejas gachas. Los belfos levantados en una sonrisa manchada de púrpura. Y el silencio murió. Un rugido bronco y cavernoso se expandió a través de su garganta como si no tuviera fin el abismo dentro de ella. Un rugido gutural, pleno de furia y deseo y hambre y masacre contenida, con una potencia que hizo a Lara sonreír y a los cristales temblar.
Khan siguió arrastrándose sin perder su posición de ataque, con la blanquísima piel surcada por largas franjas de sangre gravitacional procedente del cuello desgarrado del mastín, como si fueran sus propias rayas que estuvieran surgiendo. Sus garras se aferraron con fuerza a la tierra mientras se movía con una lentitud retadora. Por entre sus colmillos se escapó un sonido hueco, concentrado, como el anuncio de una sangrienta promesa.
Los dos perros que quedaban en pie se recogieron aún más sobre los cuartos traseros y la indecisión les duró sólo otra fracción de segundo. Antes de que alguien pudiera recuperarse echaron a correr con sacudidas discordes y espantadas.
Entonces la tierra comenzó a girar de nuevo. Lara volvió a escuchar su corazón, que su corazón punzaba contra su pecho en grandes golpes arrítmicos y desenfrenados. A su espalda, el vigilante aún se aferraba al borde de la puerta, inmóvil. Vio a Hatch correr hacia Emma y a esta romper en un llanto casi agónico. Seguía apretando a Evelett entre sollozos contra su cuerpo, y la niña era una muñequita muda, asustada aunque incapaz de valorar en su totalidad el terrible peligro que había corrido su vida hasta ese instante.
—Todo está bien, mi amor, todo está bien… —murmuró su padre sin poder evitar el temblor en la voz.
Y en el centro del círculo de miradas Khan relajó su postura y ronroneó de gusto, dándose vuelta a medias para lamer la sangre sobre su lomo. Silver Moon le contestó con otro murmullo acariciador, y sólo entonces se dio cuenta Lara de que la tigresa en su regazo ni siquiera se había agitado con la llegada del peligro, como si su confianza toda descansara en el macho, como si supiera que su ayuda no era necesaria.
Khan había impuesto su territorio. Había cazado, había matado y el color de la sangre sobre su piel de nieve era sólo un recordatorio efímero de una cualidad pertinaz y feroz: la supremacía cazadora de su naturaleza, el señorío indiscutible de su temperamento.
Lara supo que no volvería a ver a ningún otro perro en la propiedad. El patriarca había tomado posesión de sus dominios.