Villa de las Mercedes
El sábado amaneció con una deliciosa temperatura otoñal, perfecta para pasar el día vagando entre los innumerables juegos y puestos de comida de la Feria de los Artesanos. Ligeros remolinillos de viento arrastraban las doradas hojas bajo su ventana anunciando a gritos el cambio de estación, y Lara se despertó con la extraña sensación de vacío en el estómago que la asaltaba cada vez que algo importante estaba por suceder.
Quizás porque era la primera noche que se quedaba sola fuera de casa, o quizás porque Jens estaría merodeando y posiblemente Marissa no pudiera resistirse a hacer de casamentera, o quizás fuera sencillamente que la furiosa bestiecilla en su interior había permanecido dormitando por algunas semanas. De cualquier forma el día se anunciaba delicioso y un poco de soledad con los tigres y el bosque sería la perfecta culminación de su felicidad.
Le preocupaba el hecho de que los animales habían estado inquietos por la falta de ejercicio, hacía muchos días que ocupaba la mayor parte de su tiempo en el colegio, y cuando regresaba todavía tenía deberes que hacer, de modo que últimamente no había estado muy libre como para tomarse un descanso y salir de la casa con ellos. Esa mañana, por primera vez desde el comienzo del curso, Lara tenía unas horas libres para dedicarlas a Khan y Silver Moon, para llevarlos de caza o al menos para que estiraran un poco las patas en el bosque. Y como si fueran capaces de prever la actividad que les esperaba, ninguno de los dos parecía dispuesto a dejarla descansar más.
Aún en ropa de dormir bajó las escaleras del ala este y se dirigió a la cocina. Tenía que asegurar un desayuno sólido si pretendía salir con los tigres aunque sólo fuera por unas horas, y la cena de la noche anterior había pasado tan rápido que el hambre le gruñía en las entrañas como un animal hambriento.
Con menos de dos horas de sueño y un humor del demonio, Dominic comenzó a dar vueltas en su cama. El estómago le lanzaba dolorosas señales de hambre, interrumpiéndole el sueño con persistencia.
— ¡Imposible! – rezongó - Hace apenas un par de horas que cacé, tengo que estar repleto.
Era normal que después de una cacería apropiada no necesitara comer de nuevo hasta dentro de tres semanas, algunos días más, algunos días menos; la noche anterior se había cruzado con una pequeña familia de jabalíes y se había alimentado con abundancia, se suponía que debía estar satisfecho. Pero su estómago siguió gritando y no tuvo más remedio que aceptar la conexión y abrir los ojos.
— ¡Buenos días, La! — le saludó Evelett con dulzura — ¿Dormiste bien?
— Sí, Pelusa, ¿y tú?
— Muy bien. — y luego en un susurro — Estuve leyendo hasta bastante tarde, me encontré un libro muy lindo en la biblioteca, sobre una niña que perseguía un conejo, y se hacía pequeña, y después grande y luego pequeña otra vez…
— Alicia en el país de las maravillas.— lo identificó Lara.
— ¡Ese, ese! No me podía dormir sin terminarlo. Pero no le digas a mamá ¿eh?
Su hermana mayor se pasó el pulgar y el índice sobre los labios a modo de cierre imaginario y Evelett sonrió, segura de que no la traicionaría. La conversación murió en cuanto Emma entró por la puerta trasera, entonando una cancioncilla que probablemente sería de su infancia porque sonaba bastante antigua.
— Hola, mamá — corearon las chicas y la madre desvió su curso para darles los buenos días.
— Hola nenas. ¿Listas para desayunar? — preguntó mientras sacaba del refrigerador leche, huevos y dos trozos grandes de pastel.
Evelett vaciló entre el chocolate y el moscatel, pero resolvió el problema colocando los dos pedazos de pastel frente a ella y comiendo indistintamente del primero que se le antojaba.
— ¿Y tú qué haces en esas fachas? — rio Emma intrigada — ¿No tenías un campamento hoy?
— Lo tengo, en efecto, pero voy a ir más tarde. Necesito sacar un poco a Khan y a Silver Moon, están muy agitados y necesitan cansarse.
— ¿Qué les pasa? — preguntó intentando sonar lo menos alarmada posible — Porque hasta donde he visto están comiendo bien y no parecen enfermos… como no sea de resabios. — los criticó.
— No lo sé… en las últimas madrugadas se han despertado muy alterados, y se sientan frente a las ventanas a rugirle a la noche. Cada vez pasa más seguido y supongo que es por la falta de ejercicio. El caso es que no me dejan dormir y si me sigo desvelando no voy a rendir nada en el colegio.
Emma movió la cabeza mientras negaba hipótesis mentales sobre los posibles motivos de la ansiedad de los tigres, hasta que llegó a una que le pareció bastante razonable como para expresarla.
— Bueno, Lara, esos bichos están creciendo rápido, ya tienen ocho meses. ¡Mira nada más el tamaño que han agarrado desde que llegamos! ¿No se les estarán… desordenando las hormonas?
Lara rio de la ocurrencia de su madre. Los cambios hormonales de la adolescencia eran en su cabeza un peligro tan palpable que ya era capaz de achacárselos hasta a los tigres.
— No, madre, todavía no tienen edad por muy grandes que los veas. Además se molestan como cuando viene alguien desconocido a casa, la primera vez pensé que a lo mejor era un ladrón, pero no creo que después de escucharlos un ladrón se atreviera a aparecerse de nuevo por aquí.
— Ah, eso sí. — acordó la señora Sanders — Si algo bueno tienen es que asustan. El señor Swels va a estar muy contento del trabajo que has hecho con ellos. Se ven lindos y fuertes.
— ¿Viene el “señorito” Swels? — preguntó Lara asaltada por la curiosidad. En cuatro meses apenas habían sabido algo de él salvo por los cheques que enviaba.
— Sí, dentro de dos o tres meses debe venir a revisar si lo que ha hecho tu padre con la mansión es de su agrado. No puedo negar que eso me tiene un poco nerviosa.
La chica lamió de la cuchara un trozo de pastel de chocolate y le respondió con voz tranquilizadora. Abrigado en su cama, a Dominic le pareció graciosa la forma en que Lara saboreaba el cubierto medio embarrado de crema. Hacía siglos ya que él no usaba utensilios de cocina.
— ¡No te preocupes, claro que le gustará, papá es un experto! Y si no le gusta le decimos a Khan que se lo coma y asunto concluido.
— Tienes toda la razón — le concedió Emma — Hatch ha hecho esto toda su vida y es un gran restaurador. Y si al “señorito” no le gusta se lo daremos a Khan para almorzar. Pero mientras tanto, ocúpate de averiguar qué tienen los tigres, no sea que nos coman a todos nosotros primero.
Emma terminó de cocer los huevos revueltos y les agregó pequeños trozos de tocino muy tostado que las chicas comieron con avidez. Mezcló la leche con grandes cucharadas de helado y la sirvió en dos vasos altos. No había desayunos en el mundo tan deliciosos como los que preparaba los fines de semana.
A Dominic le gustaban las mixturas que Emma cocinaba, en especial por los gestos golosos de las niñas cuando veían los platillos apetitosos que salían del horno en fantásticos desfiles; y con mucha frecuencia deseaba ser capaz de sentirse al menos un poco atraído por la comida normal.
— ¿Me preparas un poco de esto para llevarme al campamento?
— Por supuesto, lo pondré en el termo blanco para que no se te derrita. También te preparé algunos bocadillos ligeros por si les da hambre más tarde, sólo espero que no sean demasiados chicos porque no hice tantos.
— Está bien, mamá. Muchas, muchas gracias. Eres la mamá más linda de la Tierra. — la aduló Lara.
— Ya, basta de halagos. “La mamá más linda de la Tierra” tiene sus condiciones ya escritas, y me doy por gratificada sólo con que las cumplas.
Con ademán zalamero le indicó a Lara los cambios que había hecho en su tablero personal; aquella pizarra con horarios y fechas, entradas y salidas, citas y planes la hacía sentir que tenía más control sobre las actividades de las chicas. Lara arqueó una ceja divertida, mirando otra pequeña hoja de papel en la que Emma había hecho una copia exacta de la pizarra.
— ¿Escritas, madre?
— ¡Muy bien escritas! — corrigió Emma — Te dejo ir de campamento siempre que respetes esos horarios. ¿Estás de acuerdo?
— Mmmm… déjame ver… — apoyó la barbilla en las manos y leyó.
“Horario de Lara:
Sábado
— Feria de los Artesanos y campamento en la playa.
10:00 pm: Escribe un mensaje para saber que estás bien
-y voy a pensar que no te dormirás muy tarde-
Domingo
11:00 am: Llama cuando llegues a casa
Después de las 11:00 am: Duerme -estoy convencida de que los mosquitos no te habrán dejado dormir- jaja”
— ¡Eres lo peor, madre! ¿Por qué no me das repelente si sabes que me van a picar los mosquitos en la playa? — protestó Lara fingiendo molestarse.
— Porque salimos a comprar los domingos y recibí la noticia ayer viernes. La semana pasada no tenía ni idea de que ibas a estar de campamento toda la noche.
— ¡Ah! Es cierto — consintió la chica — El resto está bien, menos una cosa: no voy a salir temprano hacia el campamento. Voy a pasar la mayor parte del día con los cachorros.
— Entonces nosotros saldremos primero, no quiero que Evelett se pierda nada de la Feria. ¿Verdad, cielo?
La chiquilla asintió con un gesto mecánico, no muy ilusionada del todo con la idea de correr detrás de su madre por todo el carnaval.
— En ese caso me despido ahora. Voy a cansar un poco a mis niños y luego los traeré de vuelta. Y para que te quedes más tranquila voy a dejar el coche en el estacionamiento del colegio. ¿Está bien así? — contestó mientras le daba un beso a Evelett y se dirigía a la puerta de la cocina que daba al jardín interior.
— Está bien. Pero a las diez mandas un mensaje a mi celular… ¡y deja de llamarles niños a esos bichos!
— Síiiii, mamá.
Lara subió a su cuarto llevando todavía la hojita de cuaderno con las actividades requeridas por su madre y la pegó a un lado del espejo de su tocador. La repasó una última vez y luego marcó el número de Marissa para explicarle que llegaría tarde al campamento. El regaño fue breve pero su amiga se contentaba con que llegara, sin importar la hora. Lara sonrió esquivando las advertencias y reclamos y volvió a la cama por un rato más.
Necesitaba descansar para poder mantener el paso de sus cachorros, -sin importar lo que Emma dijera, Silver Moon y Khan siempre serían sus cachorros-.
Dando tropezones entre la cama y los estantes de libros en la cabaña de los fresnos, Dominic se dispuso a trazar también sus planes para el día, agradeciendo a Emma el buen itinerario escrito que le había proporcionado sobre las actividades de Lara. Si sólo hubieran hablado de ello, él no se habría enterado de que Lara pasaría toda la noche fuera de casa en un campamento, y por supuesto, sin los tigres. La señora Sanders no permitiría a su hija llevar un par de tigres blancos a una reunión de chicos en la playa, era un riesgo demasiado grande como para correrlo y Emma había demostrado ser una mujer en extremo prudente.
Lara saldría temprano con sus amigas y solo en una ocasión, a las diez de la noche, debía comunicarse con su madre. Después de eso y hasta el otro día a las once de la mañana, la familia asumiría que ella estaba bien y no saldrían como locos a buscarla. Era un margen de tiempo suficiente para que él pudiera llevar a cabo sus planes, aunque no los tuviera aún del todo claros.
— Tal vez esta noche sea la correcta… — se convenció — Si me trazo una buena estrategia esta noche será la correcta.
Dominic luchó contra el vínculo despacio, y supo que el único motivo por el que lograba desligarse de los ojos de Lara era porque ella no tenía intención de retenerlo en aquel momento. Lo embargó una sensación extraña, como la de la primera vez que ella había roto la conexión por demasiado tiempo, y se vistió para la oscuridad a pesar de que apenas eran las doce del mediodía. Su atuendo completamente negro sería un camuflaje perfecto entre las sombras que rodearían la playa, aunque necesitaba encontrar la manera de atraer a Lara a un sitio apartado, lejos de la algarabía y de los testigos. Necesitaba pensar.
Varias hojas se desprendieron de los fresnos cuando se dejó caer desde la puerta de la cabaña, y se dirigió al único lugar donde se sentía un poco más humano: el Faro del Albir, el lugar donde todo había comenzado y donde quizás, todo terminaría.
— ¡Basta! Khan… ¡Déjame en paz, no seas majadero!
Lara hubiera querido que su voz tuviera un tono de regaño, pero cuando se trataba de sus tigres sólo acentos risueños había en sus palabras.
Silver Moon se había recostado en el diván de frente a los grandes ventanales, contemplando la extensión de tierra que tenía delante como si quisiera devorarla con la mirada. Y Khan, después de dar angustiosas vueltas por la habitación, se había tumbado al lado de Lara, haciendo un hueco allí donde su enorme cuerpo se apoyaba en el colchón.
— ¡Vamos! ¡Estate quieto!— contra su espalda, la enorme cabeza blanca seguía presionando. La cacería era el único choque de adrenalina que tenían los tigres para desahogarse de la pasividad en que vivían, y estaban ansiosos por salir.
Con un ademán increíblemente delicado –considerando su fuerza descomunal- el macho empujó la espalda de Lara y la chica fue a dar de bruces en el suelo, envuelta como estaba en todas sus mantas.
— ¡Está bien!— algo similar a un ronquido satisfecho brotó de las fauces rosadas y Silver Moon le contestó con otro que también parecía complacido— ¡Está bien! ¡Ya voy a sacarlos!
La tarde estaba particularmente agradable, faltaban aún varias semanas, tal vez unos dos meses, antes de que el clima se tornara frío, pero ya comenzaba a sentirse el fresco del otoño. Habría preferido salir desde temprano a reunirse con Dianne, Alex y Marissa, pero atender a los animales era una responsabilidad que más que aceptar había pedido, y ahora no podía poner su vida social por encima de eso. El encierro prolongado, incluso en la inmensa casa, no le sentaba bien al carácter de sus tigres.
Con aire resignado se dirigió al cuarto de baño y se puso los primeros pantalones que encontró, azules y desteñidos por el uso, sus preferidos. Le gustó cómo se ajustaron totalmente a su cuerpo, y concluyó que serían suficientes para abrigar sus piernas si llegaban a bajar un poco las temperaturas durante la noche.
La blusa de mangas largas era un poco más elaborada, de un blanco impecable, con suaves pelusas también níveas en los puños, el cuello y el gorro... suficiente para mantener a raya a los mosquitos. La ropa se plegó sobre su piel con calidez y la comodidad la hizo sentirse animada para el paseo.
Habrían salido antes de no ser porque sus botas estaban desaparecidas. Pero cuando por fin la tigresa dejó escapar un bostezo y se estiró cuan larga era sobre su costado izquierdo, Lara consiguió ver un pedazo de cuero marrón.
— ¡Uff!— protestó luchando por sacar las botas de debajo del animal para calzárselas luego hasta las rodillas — Estás muy pesada, en serio. Voy a ponerte a dieta.
Esquivó el zarpazo de protesta de Silver Moon y terminó de recoger sus cosas con una sonrisa. Revisó la carga de su celular y lo programó para que timbrara a las diez de la noche: un recordatorio en caso de que la diversión la absorbiera. Sabía que de los resultados de aquella aventura dependían mucho las próximas concesiones que su madre tuviera con ella.
Abrió de par en par las ventanas de cristal que abarcaban desde el techo al piso de su habitación, y Khan fue el primero en saltar con un gruñido de regocijo. La hembra lo siguió segundos más tarde y Lara sonrió con envidia.
— ¡Maravilloso…!— dijo cuando los vio caer con sutileza y sin esfuerzo sobre la tierra, siete metros más abajo.
Desde la macilenta capa de hojas que comenzaba a cubrir el pasto, los tigres se volvieron haciéndole una alegre invitación llena de gruñidos cortos y urgentes.
— No, gracias. Creo que esta vez usaré las escaleras, hoy no estoy tan deprimida como para suicidarme.
La altura desde el suelo hasta el segundo piso no había sido más que un alborozado salto y una majestuosa caída para sus bebés, pero ella no estaba precisamente dispuesta a morir.
Lara hizo una rápida incursión en la cocina para recoger los refrigerios que su madre había preparado para ella y fue a reunirse con los impacientes animales. El viento, un poco frío ya, la despeinó cuando atravesaba la puerta principal. Era grato estar afuera. El otoño comenzaba a lucirse en todo el bosque y los árboles ostentaban brillantes tonos de verde y rojizo.
— ¡Chicos! — los llamó— ¡Nos vamos!
Resultaba hermoso y a la vez impactante ver a aquellas bestias jugar sobre la hierba y las montañas de hojas como si fueran todavía cachorros. Los dos eran ya mucho más altos que la chica cuando se levantaban sobre las patas traseras, y pese a su rudeza eran muy escasas las marcas que sus garras o dientes habían dejado en el fragilísimo cuerpo de Lara.
Sonrió mientras caminaba, los tigres retozaban a su alrededor y corrían, y volvían a jugar, como si le dieran tiempo a que se les uniera.
El camino del este era sinuoso y semi escondido de la vista de los viajeros que pasaban por la carretera. Abruptas bajadas y subidas hacían que el paseo no fuera muy apetecible, de modo que muy rara vez los visitantes o ella misma habían hecho el recorrido; sino que se contentaban con ver los riscos desde lejos. Sencillamente era un camino demasiado largo para quienes sólo querían divertirse.
— Pero no es demasiado largo para alguien con la misión de agotar a dos incansables como ustedes — caviló en voz alta — ¡Así que allá vamos!
Pero más que la necesidad de agotar a los animales, algo estaba impulsándola a tomar aquel sendero, algo que no lograba comprender, quizás fuera un instinto que despertaba, quizás fuera que la conversación el día anterior con Alex y Marissa le había dejado muchas dudas pendientes.
Mientras trepaba por la cuesta ondulante se preguntó si estaba completamente loca, o si había alguien muy real saltando sobre aquellas piedras.
“La última vez que lo vi fue cuando vine sola a la peña, en el aniversario de… No, eso ahora no importa… Él tiene que ser real – intentó convencerse – Si fuera un fantasma no estaría correteando por el borde de los acantilados… los fantasmas no disfrutan la adrenalina ¿o sí? Eso suponiendo que la adrenalina sea la razón por la que comete semejante locura.
Al final sentía que se enredaba, que ninguna de sus hipótesis tenía sentido y al final eso era lo menos significativo. Lo importante era volver a verlo. Tal vez lo lograra alguna vez, al menos por una ocasión, tenerlo lo suficientemente cerca para poder distinguir sus rasgos, delinear su misterioso rostro. Aquel contorno inquieto que había visto reflejado contra las luces vespertinas el día de su llegada se había convertido para ella una de las incógnitas más excitantes.
— Maldito estúpido, el día que te caigas y te mates de veras te voy a extrañar. — lo regañó como si estuviera a su lado.
Los pensamientos la aislaron y durante algunos minutos Lara caminó por una total inercia. Sus pies se movieron siguiendo el camino de los acantilados mientras los felinos gruñían enojados porque la chica se alejaba de ellos.
Khan lanzó tres o cuatro amenazas sonoras que no lograron hacer volver a Lara y en unos pocos saltos se colocó a su lado, siguiéndole el paso con ademán de resignación. Por algún motivo el tigre no disfrutaba la caminata y se le notaba más furioso cuanto más se acercaba a la enorme plataforma rocosa que precedía los riscos.
— ¡Ya, ya! — lo regañó como si Khan pudiera entenderla — ¡Pareces un viejo, rezongando tanto! No me estás dejando dormir en las noches así que te voy a cansar, y me vas a seguir a donde yo diga porque aquí mando yo. ¿Está claro?
— ¡Gggrrrrrr!
— ¡No me repliques! ¡Te lo advierto!
Siguieron andando sin urgencia y el silencio cayó sobre ellos como una niebla. La distancia entre los árboles comenzó a hacerse mayor y la tierra bajo sus botas se tornó en una arena seca de roca triturada. Los tigres eran sombras inmensas y se movían con un sigilo tal que no hubieran hecho volar ni un plumón de polluelo a su alrededor. De cuando en cuando se separaban de ella, explorando terrenos más alejados a un lado o al otro, y Lara tenía que llamarlos a voces para que regresaran.
Sin embargo el paso de los minutos hizo que la localización de los tigres dejara de ser una prioridad. Algo se movía con impaciencia dentro de Lara; una especie de presagio, de auspicio perturbador la embargaba. Se asió a la rama más baja de uno de los árboles rezagados y tiró de su cuerpo hacia arriba, logrando escalar la última pendiente que llevaba a uno de los acantilados más altos.
Ni un solo soplo de brisa agitó la tranquilidad reinante, sólo el murmullo, allá abajo, de un mar impetuoso que se estrellaba contra el muro de piedra, irreverentes el uno y el otro.
Entonces sucedió. Lara llevó una de sus manos a su boca y ahogó el grito.
Faro del Albir
“¿Qué demonios te pasa, eh?” - gritó para sus adentros, desatando una rabia que había contenido ya por demasiado tiempo.- “Matarla no es la mejor opción… ¡es la única que tienes! No puedes controlar el vínculo, no puedes controlarla a ella.”
— A menos…
Lo que en un principio había sido una resolución se había ido debilitando a lo largo de aquellos cuatro meses sin que se diera cuenta de cómo había ocurrido. Saber que tendría tiempo suficiente para matar a Lara y romper definitivamente la conexión le había hecho desear que hubiera otro camino, una manera diferente en que pudiera liberarse de sus lazos sin arrancarla permanentemente de su vida.
— Y quizás la haya, quizás haya otra manera, yo… puedo llevarla conmigo.
Pronunciar aquel pensamiento en voz alta fue suficiente para hacerlo reaccionar. Era cierto que ninguna criatura de la noche podía establecer vínculos tan fuertes como un humano, quizás fuera la solución para no perderla… pero después de todo ni siquiera podía responderse por qué se negaba tan rotundamente a la idea de perderla.
“¿De veras crees que aceptará morir? – se recriminó – “¿De verdad piensas que podrá seguirte… que elegirá seguirte cuando sepa la clase de criatura que eres, la vida que llevas? ¡Es una niña! No importa cuán adulta se vea, no importa cuán fuerte sea su carácter, no importa cuánto desearías que ella fuera capaz de manejar su conocimiento sobre ti… ¡Sigue siendo una niña! Y tú eres un pedazo de imbécil por creer que no saldrá corriendo hasta poner entre los dos la mayor distancia posible… ¡Estúpido! No te han servido para nada tantos años.”
Pasó una mano entre sus cabellos con impotencia y dejó caer la cabeza. El mar no le ofrecía en ese instante ningún consuelo para su soledad, estaba tan implacable como su misma alma y tan oscuro también.
Se dio cuenta de que, llegado aquel punto, era tarde para volver atrás. Por una única vez en su ermitaña existencia Dominic se había permitido descubrirse, violar todas y cada una de sus propias reglas, sucumbir a otra conciencia y dejarse guiar por instintos ajenos a los suyos, y explorar la atracción inexorable que aquella adolescente ejercía sobre él. ¡Y ahora no sabía cómo volver a su soledad sin arrastrarla con él en el intento!
La tentación lo estaba consumiendo desde hacía cuatro meses, poniendo en riesgo su seguridad y su secreto, y las únicas dos formas de escapar terminaban con la muerte de Lara.
— ¡Debiste juntar tus cosas y largarte cuando todavía tenías tiempo! — le gritó al vacío frente a él — ¡Debiste encerrarte y alejarte de ella! ¡Pero no! Te dedicaste a conocerla, a sentirla. ¡Idiota! Tenías que saber… tenías que atormentarte y saber por qué ella persistía en mantenerte en su memoria. ¡Dos veces idiota!
Dominic dejó caer los brazos al lado de su cuerpo. Recordaba cuando vio por primera vez su nombre, bordado al margen de una de las fundas de las almohadas: Lara Sanders.
“Lara…” - sus labios lo habían repetido con odio, con angustia, con celos, con irritación, con alegría, con ansiedad y a veces casi con reverencia.
— Lara…
Cada una de las semanas transcurridas desde entonces pasó por la cabeza de Dominic, parado ahora frente al océano con más desesperación que antes. Por cuatro meses había visto cada una de las cosas que Lara miraba, había sentido con fuerza inminente sus emociones, cada una de sus desilusiones, su ternura por su hermana, su instinto maternal con los tigres, su ira infinita con… no sabía qué.
A veces Lara se le convertía en una mujer totalmente adulta y furiosa, aunque Dominic no comprendiera con exactitud los motivos.
— Misteriosa chiquilla… — musitó.
Tal vez era eso lo que más lo atraía de la chica. Esa tormenta de cólera contenida que siempre se le estaba desencadenando dentro. A veces despertaba triste, enojado o feliz sin motivo aparente, y en esos instantes temía perderse, temía llegar a ser incapaz de reconocer si estaba viviendo su propia vida, o siendo un reflejo de las emociones de Lara.
Por momentos eso lo enloquecía. La necesidad de ella se había vuelto cada vez más dominante. Una ansiedad profunda y confusa lo envolvía por completo. Quería matarla, matarla y liberarse del vínculo, matarla y llevarla con él, matarla y… y no podía, porque los tigres no la dejaban nunca, sólo en la escuela, pero Dominic no quería correr el riesgo de llevársela entre una multitud de personas.
En las últimas semanas había buscado todas las formas posibles de entrar en la casa, pero por alguna razón los animales siempre aparecían, y los rugidos tronaban en el eco de la noche como letales amenazas. Él había sabido mantener un respeto saludable por esos avisos. Pero tenía que hacer lo que fuera necesario para romper el vínculo porque después de cuatro meses de sujeción, el equilibrio de Dominic tocaba su límite.
— Esta noche, tal vez… Los tigres no estarán… si logro separarla de sus amigas…
No podía volverse atrás y tampoco podía mentirse: aunque no lo soportara, no había nada que quisiera ver que no fuera a través de sus ojos, no había otra cosa que quisiera tocar más que a ella, no deseaba existir más que con ella, sentir lo que ella sentía, y sobre todo, deseaba que lo entendiera…que no lo juzgara…que no se alejara.
— ¡Demonios! — gritó de nuevo con aire furibundo — ¡Todo en mi maldita existencia no puede haberse reducido a ella!
Volvió a mirar al mar con gesto torturado y sintió algo extraño, una mezcla de sorpresa con… ¿placer? Al instante supo de dónde venía y la misma tormenta irrefrenable de siempre lo arrastró a los ojos de Lara, dio un paso alejándose de los riscos y esperó, aunque nada podía prepararlo para la sorpresa.
Dominic quedó atónito, pidiendo a la Madre y todos los ancestros protectores de su raza que lo que estaba viendo no fuera cierto. Ella…n…no… ¡no podía estar mirándolo! ¡Pero aquella espalda era la suya, aquel hombre ahora en posición alerta era él!
“No es posible… no puede estar tan cerca… debía estar a kilómetros, en la playa, de campamento… ¿cómo llegó sin que la viera… sin que la oliera?”
Giró la cabeza con lentitud y en los ojos de Lara vio cómo la figura hacía el mismo movimiento. Estaba allí, no podía creerlo pero estaba allí, tan cerca. ¿Cómo podía ella sentirse tan… entusiasmada, estando tan cerca de la muerte?
“¡Nada en esta maldita chiquilla es normal!” – se estremeció.
Su respiración se detuvo por completo mientras se volteaba. Sus ojos se cerraron con agitación y supo que lo estaba liberando, que estaba saliendo del vínculo para enfrentar definitivamente y por primera vez los ojos de Lara.
“¡Por fin…!”
Lara dejó caer la mano con que tapaba su boca y sintió cómo una sonrisa subía por su rostro. Frente a ella su incógnita personal la observaba con un semblante entre aterrorizado y dichoso, y ahora sabía que no era un fantasma. Era tal como lo había imaginado. No debía pasar de los veinticuatro o los veinticinco años, apenas un joven con un rostro que parecía cargado de una tristeza demasiado antigua.
Se fijó en cada detalle de su cara, de un blanco alabastro, blanco de nieve ahora que se recortaba contra las luces vibrantes de la tarde. Su cabello semejaba un oro opaco, fino y lacio que llegaba casi a tocarle los hombros en una desaliñada cascada rubia.
Su complexión se perdía en la ancha gabardina de cuero negro que casi rozaba las puntas afiladas de las rocas, pero Lara sabía cómo era: las piernas musculosas, protagonistas de aquellos saltos antinaturales; la espalda ancha; los brazos largos y vigorosos… la perfección masculina de no haber sido por su rostro. Tan severo.
La expresión de aquel hombre era innombrable. Muchas veces ya Lara se había preguntado el porqué de su obsesión con la silueta del acantilado. ¿Sólo por su forma de moverse, por aquella manera tan especial de verse dibujado sobre las rocas, desafiando al precipicio con lo que parecía una indiferencia mortal? ¿O había algo más, una negativa de su lógica personal a aceptar que pudiera no ser más que una sombra?
— Hola — susurró tan bajo que Dominic no habría sido capaz de escucharla si no hubiera poseído una particular capacidad auditiva.
— Hola — contestó él.
Ahora por fin, teniéndolo tan cerca, la muchacha comprendía el motivo de su propia fascinación: eran sus ojos. Aquellos ojos negros y apagados parecían meterse dentro de su alma, hacer todo el destrozo posible y salir tan victoriosos y felices como un niño con feliz Navidad.
Había estado esperando por aquellos ojos umbrosos aunque nunca antes los hubiera visto; desprendían una soledad tan intensa que Lara sintió dolor, dolor y frío en todo su cuerpo, y por algún motivo, una compasión infinita. Esos ojos la miraban con un desconsuelo punzante y con un hambre desmedida, urgente, feroz.
Había escuchado cada una de sus palabras, su exabrupto de ira con el mundo se parecía tanto a los suyos que la había hecho estremecerse; y aunque no comprendía la mitad de aquellas frases, sabía que la agonía de aquel hombre tenía todo que ver con ella.
Examinó con ternura el rostro que tenía delante y una certeza universal la invadió, inexorable y solemne: la certeza de poder terminar con cada uno de aquellos tormentosos sentimientos, porque ella misma había estrujado y escondido en su alma como un papel ajado la soledad que alguna vez había amenazado con destruirla.
— Creo que ya me… conoces pero… soy… Lara — se presentó, otra vez en un susurro casi inaudible.
—…Dominic — fue la única respuesta.
Entonces una felicidad inexplicable removió el corazón de Lara y rio, casi con euforia, dando el primer paso para acercarse.
Dominic no se movió, resultaba del todo imposible no percibir aquella felicidad, aquel gozo invaluable que curvaba con calidez los labios breves y sonrosados de la chica, aquel éxtasis inminente que irrumpió en su cuerpo, y por el que se dejó subyugar sin pensarlo dos veces. Era demasiado bueno, demasiado inesperado.
¿Sería ese su momento? ¿Le estaba insinuando el universo que por este único instante lo dejaría compartir con Lara sus propias emociones?
“¿Será este el minuto exacto en que puedo acercarme, acercarme y tocarte… acercarme y matarte… - aquel pensamiento lo estremeció - y luego llevarte lejos, donde no haya nadie más que tú, porque tú eres la única compañía que yo puedo ansiar? ¿Será que por esta vez, sólo por esta vez sea… posible?
No había más que unos seis metros entre los dos y entonces su cuerpo avanzó, sin que él se lo ordenara, sin que intentara siquiera moverse, abstraído en aquel sentimiento de emoción infinita, de infinita dulzura; porque de nuevo, no sabía cómo, Lara lo estaba llamando. No le importó quién obtendría a quién, porque nada en el mundo era más delicioso que aquellos pasos inseguros con que Lara se acercaba a él.
“Por voluntad propia” - y experimentó una extraña dicha, que era superada sólo por la más terrible duda- “¿Qué sucederá cuando comprendas lo que espero de ti?”
— Lo sé, — dijo Lara como si respondiera a sus pensamientos — lo sé…
Y en el fondo estaba segura de estar tan loca como él, porque a pesar de la urgente necesidad con que la miraba, su instinto de supervivencia no le había ordenado escapar. Por el contrario allí estaba, caminando en su dirección como si aquel hombre fuera un destino conocido, uno al que además no podía dejar de presentarse con júbilo. Ella era todo lo que hacía falta para que esos labios hermosos sonrieran. Ella también era la pregunta constante de aquel desconocido. Ella podía hacer que dejara de jugar con la muerte al borde de los acantilados.
Dominic alargó una de sus manos, como una invitación implícita, como una velada reverencia ante la chica que en un solo segundo había aceptado cada uno de sus tormentosos pensamientos, y en lugar de huir como cualquier ser racional, marchaba hacia él con la expresión en su rostro de la resolución definitiva. Cuatro metros, tres… Lara extendió el brazo para tomar el ofrecimiento de aquella mano.
Y entonces el olor lo despertó, el olor penetrante de la adrenalina en el gato que caza, y saltó hacia atrás en el instante justo en que Silver Moon caía sobre el lugar donde él había estado hacía un segundo.
La tigresa permaneció en posición de ataque, midiendo cada uno de los gestos de Dominic, buscando el mejor momento para abalanzarse sobre su presa mientras la expresión de Lara se plagaba de miedo.
“¿Qué le pasa?” - aquella angustia lo hirió de golpe.
Sabía que sus tigres jamás le harían daño. ¿Entonces por qué tenía miedo? De pronto, una seguridad y un sentimiento insondables lo alcanzaron casi al unísono.
— Por mí. — murmuró de forma apenas perceptible — ¿Tienes miedo por mí?
Y la expresión inquieta en sus ojos se lo confirmó: Lara temía por su vida, Lara no quería que los animales lo dañaran. Lara era suya, irrevocablemente suya ahora aunque no hubieran cruzado más que un saludo. Sintió deseos descontrolados de saltar sobre el obstáculo viviente que los separaba y llevársela, su peso era un chiste para él, la tigresa jamás lo alcanzaría.
Pero en el segundo que le tomó evaluar esa decisión, la irrupción de Khan a uno de los costados de la muchacha lo disuadió. Al frente, la hembra le cortaba el paso; rodeando a Lara, el macho se alistaba también para atacar.
Y detrás de él, el mar aullaba enardecido.
No había nada que pudiera hacer. Ahora se trataba sólo de luchar por su vida, los tigres no dudarían, no vacilarían en intentar matarlo si se acercaba a Lara. No saldrían indemnes, por supuesto, pero sabía que lastimarlos era solo una manera de lastimarla a ella.
Entonces optó por el escape.
Comenzó a retroceder con lentitud, valorando el borde del acantilado que se extendía a su izquierda. Él podía recorrerlo con los ojos cerrados, pero era abrupto e irregular; completamente peligroso para quienes no lo conocían. Acercó sus talones a la orilla afianzando las piernas; y luego comenzó a correr. Tal como había previsto, la tigresa no le dio ni un solo segundo de ventaja antes de iniciar la persecución. La vasta explanada costera se desplegó ante ellos y el mortífero juego comenzó.
— ¡No puede ser! — gritó Lara — Silver Moon ¡Regresa en este instante!
Un gesto de estupor se le escapó mientras retrocedía un poco: la velocidad de aquel hombre no era normal, sus tigres no tardaban más de cinco segundos en alcanzarla cuando corría, y parecía que Silver Moon realmente se estaba esforzando para mantener la persecución. Khan se había quedado muy quieto junto a ella y de cuando en cuando le lanzaba inquietos gruñidos.
— Endemoniada tigresa, que no puede verme con nadie extraño… ¡Voy a morir virgen por su causa! — rezongó para sí misma y luego volvió a vociferar a todo lo que daban sus pulmones — ¡Niña, regresa!— pero nadie le prestaba atención.
La frustración dentro de ella, la exasperación contenida salieron a flote en una sola y radical determinación.
— ¡Ah no! ¡Esto no terminará así!
Buscó con la mirada el estrechísimo sendero al margen de los riscos y se lanzó hacia él en una carrera acelerada. Tenía que alcanzarlos… o intentarlo al menos. Khan la seguía cauteloso, y sus rugidos de reprimenda la mantenían alerta ya que no lograban refrenarla.
Lara no se detuvo a pensar en cuán temerario era lo que estaba haciendo, persiguiendo inútilmente a dos cazadores, corriendo sobre las rocas puntiagudas y desgastadas por el salitre. Sentía que su corazón saldría volando de su pecho tras los pasos de aquel hombre de ojos negros y tristes. No podía detenerse, no quería detenerse aunque sus tobillos se doblaban a cada momento sobre las piedras, al tiempo que Khan rugía con renovada irritación. A su espalda la silueta del Faro del Albir se recortaba contra la creciente oscuridad, y a su izquierda el mar rompía con un hambre ancestral.
Y entonces sucedió lo inevitable: las suelas lisas de sus botas fueron incapaces de aferrarse al escabroso sendero y Lara perdió el equilibrio. Sintió su pierna deslizándose por el filo del precipicio y su cuerpo cayendo, su costado derecho rozó el límite de la roca, dejando hondas abrasiones sobre sus costillas y el cielo giró sobre su cabeza vertiginosamente.
Su alma se llenó de un terror agudo, de un disparo funesto de adrenalina que la hizo afianzarse con ambas manos al farallón oscuro y lanzar un único grito, uno que retumbó en la distancia como un mal presagio. Sus piernas colgaron sin encontrar ni un pequeño saliente sobre el que apoyarse y sólo sus diminutos dedos, sangrantes por los dientes afilados del risco, la mantuvieron agarrada a la vida.