Había partes oscuras, terriblemente oscuras en la personalidad de Mateo De Navia. Siempre había sido un buen chico, sus hermanos daban fe de eso, siempre trataba de ayudar a los demás e indudablemente su primer instinto siempre era proteger.
Sin embargo, había una línea de quiebre para él, una línea extraña que a veces a Rodrigo le daba miedo, y era que en el mismo momento en que Mateo cedía a los instintos contrarios, entonces se convertía en otra persona, como si destrozar todo a su paso fuera algo que le causara un oscuro placer.
Y justo así, justo con aquel sentimiento feroz de impotencia y de rabia estaba Mateo en aquel momento.
Le gustara o no a los de la Interpol, él ya había terminado, literalmente no tenían una sola evidencia sobre su persona, ya no tenían sus huellas, ya no tenían absolutamente nada y por alguna extraña razón estaba seguro de que aquel niño no había puesto ninguna copia de esa evidencia en otro lugar.
Así que ahora se podía montar en un avión a cara descubierta y sin que nadie tuviera ni un solo motivo para detenerlo. Precisamente por eso en el mismo momento en que abrió la puerta de la mansión De Navia en Mónaco, lo mismo Diego que Rodrigo salieron corriendo del despacho para abrazarlo.
—¡Hijo de tu madre! ¡¿Cómo hasta ahora da señales de vida!? —exclamó Diego revolviéndole el cabello.
—La historia es larga, demasiado larga como para contarla ahora y tenemos mucho trabajo por hacer —sentenció Mateo con un tono que hizo que Rodrigo contuviera el aliento.
—¿Dónde está Santiago? —fue su única pregunta porque sabía que aquella mala sangre que traía su hermano menor encima, solo podía significar que algo malo había sucedido con Santi.
—Preso en Lyon, la Interpol lo tiene —murmuró Mateo pasando junto a ellos y entrando al despacho, para sentarse detrás de la única computadora que nadie más sabía manejar; mientras Diego servía tres pasos de algo fuerte y los repartía entre sus hermanos.
—¡¿Pero cómo que en Lyon, Mateo!? —replicó Rodrigo—. Yo lo mandé... ¡Maldición, lo mandé a los Países Bajos a buscarte! ¡¿Cómo demonios terminaron en Lyon!? ¿¡Y cómo dejaste que lo atraparan!?
Y en el mismo momento en que Mateo giró sus ojos hacia él, Rodrigo se dio cuenta de que estaba al borde de uno de esos episodios en que estallaba en la forma más silenciosa y peligrosa posible.
—Yo no dejé que lo atraparan —gruñó—. Él se dejó atrapar, y por mucho que quiera ahogarlo ahora mismo con mis propias manos, soy lo bastante inteligente como para saber que lo hizo porque eso es lo que tenía que hacerse, porque alguien tenía que quedarse allí y ese alguien no podía ser yo. Porque yo tenía que estar aquí, aquí y ahora preparando el terreno para sacarlo de allí. ¿Entendido?
Puso su mano sobre un costado del escritorio y un par de paneles que ni siquiera sus hermanos conocían salieron de inmediato. Mateo tomó un par de teléfonos totalmente diferentes a los que habían visto hasta ese momento y los empujó hacia ellos.
—Hora de hacerse útiles, muñecos. Tú —sentenció girándose hacia Diego—, localiza a Salvador, necesitamos al mejor equipo para esto, y ellos son los mejores. Y tú Rodrigo, para ti la tarea más difícil: Llama al Grillo y dile que lo necesitamos aquí, a él y al resto de su... adorada familia.
Y con eso se refería a una persona muy especial y Rodrigo lo sabía. Se refería a un pez lo suficientemente gordo al que todo el mundo quería atrapar.
—¿Qué locura vas a hacer? —jadeó Rodrigo porque sabía que había personas con las que simplemente no se podía jugar en el mundo.
—Precisamente, la locura déjamela a mí, tu concéntrate en encontrar a la gente que necesito, llama al Grillo y a él —sentenció tecleando un par de veces en el ordenador para que aquella foto saliera en la pantalla—. Después de todo es su tío, haría lo que fuera para proteger a Santiago.
—¡¿Incluso dejarse atrapar?! —gruñó su hermano y Mateo le dedicó una sonrisa de medio lado—. ¡Ruben Easton es de todo menos loco o idiota, no se va a poner de cebo!
—Tienes razón —replicó Matt pensativo—. Probablemente buscará cualquier otra manera para tratar de rescatar a Santiago, pero yo no puedo darme el lujo de esperar por sus estrategias cuando ya tengo la mía, así que cambio de planes, llama al Grillo... y a su hermana.
Y casi casi Rodrigo habría preferido llamar a Ruben Easton que llamar a la mujer que le ponía el mundo de cabeza, y usarla para presionarlo para que se pusiera como cebo frente a la Interpol.
Pero como son las cosas cuando son del alma, no le quedó más remedio que encerrarse en otro de los despachos y comenzar a hacer aquellas llamadas, hasta que por fin puso fecha y hora a la reunión en Mónaco, y Diego se acercó a él para comentarle sus resultados.
—Salvador y el equipo están en camino, llegarán aquí para mañana en la noche —murmuró.
—Perfecto, porque para mañana en la noche también llegarán el Grillo, Bomboncito, y un hombre al que definitivamente no deberíamos estar enojando en este momento.
—Ya sé, ¡pero es que el niño da miedo! —suspiró Diego—. Jamás lo había visto así.
—Pues ya ves, ese es el problema de molestar a los hombres buenos como él —replicó su hermano—, que como malos no tienen límites.
Y para los dos quedaba bastante claro que en aquel momento Mateo De Navia no tenía ninguno.
Su estrategia era simple y a la vez perfecta, porque ahora ya no necesitaba planos, ahora conocía por dentro la base de la Interpol y absolutamente todo había quedado grabado en su memoria. Mientras antes había tenido que perder tiempo hackeando y hackeando puertas, alarmas y sensores, ahora lo único que tenía que hacer era recordar cada código que había ingresado y hackear absolutamente todo de forma remota antes siquiera de entrar al complejo.
Y lo otro era que tenía un as bajo la manga, uno especial que había visto en el mismo momento de salir de aquel túnel: un pequeño aliviadero de presión de los sótanos del complejo. Era una rareza arquitectónica pero después de todo la base de la Interpol no era un edificio de construcción moderna, y aquel simple respiradero podía hacer su vida completamente fácil con independencia de que hubiera o no un ejército dentro de la sede.
Sin embargo no tenía ni idea de que no era el único que estaba trabajando en aquel momento en función de sacar a Santi de allí.
A miles de kilómetros Santiago se dio la vuelta para no tener que hablar demasiado alto mientras interrogaba al niño.
—¿De dónde eres? —preguntó tratando de que su voz no sonara demasiado demandante, porque aunque había escuchado a Matt hablar con él, todo había sucedido muy rápido.
—Ucrania —respondió el muchachito arrastrando la r, porque se notaba que el español aún le costaba un poco de trabajo.
—¿Desde cuándo estás preso aquí? —preguntó y aunque no podía verlo, juraba que Kolya se estaba encogiendo de hombros.
—¿Lo quieres en semanas, días o minutos? —replicó él—. Podría decírtelos todos, pero solo cuando tenga delante una computadora, mientras tanto no sé qué día es, por eso preguntaba ¿cómo haces esto?
Santiago respiró profundo mientras sentía que la rabia vibraba en su cuerpo. La desorientación horaria era una tortura para un hombre adulto, pero con un niño era simplemente la mayor de las crueldades.
—Nos dan dos litros de agua, los ponen juntos cada cierto tiempo pero no siempre a la misma vez —murmuró como si estuviera dándole una lección importante para su vida—. Si ingieres dos litros de agua tu cuerpo necesitará expulsarlo en seis o siete ocasiones en el mismo día.
—¡Maldición! ¿Mides las horas por cada vez que orinas? —murmuró el muchachito con un tono notablemente asombrado y Santi sonrió.
—Así es, y a la séptima considero que ya es hora de dormir. Mi cuerpo está entrenado en horarios rígidos así que jamás se equivoca —sentenció Santiago—. Por eso sé que esta es hora de dormir. Deben pasar ya de las once de la noche. Además ¿escuchas a alguien afuera? —lo interrogó.
—A veces. Ahora casi no.
—Exacto. La cantidad de pisadas al mismo tiempo te pueden dar las horas de cambio de guardia, sin importar cuándo te den o no la comida, esta gente tiene un horario trabajo como cualquier obrero común, solo tienes que determinar la primera, y eso es más que suficiente para ubicarte en todas las demás.
Del otro lado se hizo un silencio largo y penoso, y si Santiago hubiera visto al niño abrazándose las rodillas encima de aquella cama sucia, habría derrumbado media pared en ese mismo momento para salir y asfixiar con sus propias manos a todos los cabrones que lo habían metido allí. Pero como no estaba viendo la desesperación que había en la expresión del muchachito, su primer instinto fue hacerle la pregunta del millón:
—¿Puedes decirme por qué estás aquí?