Jaula. Aquella era la palabra de orden. Una jaula organizada por los De Navia, porque sobre ellos estaban puestos todos los ojos de la Interpol aunque ya no fueran capaces de echar mano a ninguna evidencia para ponerlos tras las rejas.
Mateo sabía que tardarían un tiempo en darse por vencidos, porque la otra opción era una amenaza más contundente pero ese no era su estilo.
Sus métodos eran un poco más retorcidos y peligrosos, porque estaba listo para llevarlos a cabo en el mismo momento en que se sentó frente a aquella pantalla, y vio medio asombrado cómo uno a uno de los nuevos códigos que estaba tratando de encriptar para acceder a la base de la Interpol eras destruidos.
Solo había una persona en el mundo capaz de hacer aquello, Mateo lo sabía. Y esperaba con todo su corazón poder confiar en esa persona, porque después de todo la única razón por la que había perdido a Santiago de nuevo había sido por aquel chiquillo.
Sacó absolutamente todas las cartas que tenía, hasta la última, porque debía asegurarse de que aquello no era solo un rastreo, aquello era una invasión en toda regla, era un ataque digital casi perfecto con énfasis en la palabra «casi». Porque por más que Kolya fuera bueno, ahora Mateo era capaz de identificar todos los pequeños trucos que había aprendido, probablemente todos de forma autodidacta, así que pelear contra él no solo era una forma de ponerlo a prueba, sino también de hacerle creer a la Interpol que estaban ganando terreno cuando realmente sucedía todo lo contrario.
—¡Vamos, chico, esfuérzate! —murmuraba con una sonrisa satisfecha mientras decenas de miles de números y letras corrían arriba y abajo en su pantalla—. ¡Vamos, puedes hacerlo mejor, sé que puedes hacerlo mejor! ¡Vas a tener que esforzarte un poquito más! —susurró contando los minutos y los segundos en que cada uno ganaba o cedía terreno.
Y del otro lado de aquella pantalla, a cientos de kilómetros de allí, Kolya golpeaba cada botón de aquel teclado como si le fuera la vida en ello, mientras lo supervisaban atentamente al menos diez especialistas en programación de la Interpol. Por supuesto que era puro protocolo, porque ni los diez juntos alcanzaron a seguirle el ritmo a todo lo que su cerebro estaba ingresando en aquel panel.
—¡Vamos, vamos, rómpete! —gritó con frustración después de una hora entera de tratar de quebrar aquellos códigos, mientras al final de cada maldita línea iba dejando una pista, una tras otra, pistas que se iban acumulando poco a poco como rezagos de letras, números o símbolos en una esquina de la pantalla de Mateo.
Y aunque detrás de él Rodrigo y Diego se morían por preguntarle qué demonios significaba aquello, ninguno se atrevía a abrir la boca y solo veían cómo de cuando en cuando alguna letra perdida iba a sumarse al pequeño renglón que no dejaba de cambiar y moverse de un lado al otro.
—¡Eso, muchacho, vamos! ¡Vamos, inténtalo! —exclamó porque sabía que debía ponérselo tan difícil como fuera posible. Seguramente había un montón de idiotas supervisándolo y tenía que parecer que el muchacho lo había logrado solo, así que aguantó tres horas, tres horas de una batalla ininterrumpida hasta que finalmente su pantalla se puso totalmente en rojo.
La última vez que Mateo tecleó algo fue para mandar aquella larga línea incomprensible hasta una tableta segura, y entonces solo se escuchó el chispazo con que estallaba el hardware de la computadora. Bastaron segundos para que todo aquello hiciera cortocircuito y se quemara, pero esos segundos fueron decisivos para que Kolya lograra sacar información precisa, urgente y necesaria.
—¡Esto es una basura, aquí no dice nada de Mateo De Navia! —gruñó uno de los hombres que lo estaban supervisando mientras revisaba decenas de carpetas y archivos.
—Pues no lo he visto todo, pero esto era lo que estaba protegiendo —replicó el muchacho con desesperación—. ¡Ustedes mismos lo vieron, casi no lo consigo! ¡Prefirió quemar por completo su computadora antes que dejar que sacara todo! ¡Pero esto es algo ¿no?! ¡Tiene que ayudar en algo, deben ser archivos importantes! ¡Por favor, revísenlos! —Uno de los hombres llamó a los guardias, que lo arrastraron fuera de allí sin miramientos de vuelta a su celda—. ¡Por favor, revísenlos! ¡Estoy seguro de que hay algo importante ahí, por favor! ¡Me dijeron que me iban a ayudar a encontrar a mis hermanos! ¡Su jefe lo prometió! ¡Sáquenme de aquí, maldita sea, suéltame!
Pero por más que el muchacho se debatía para liberarse, la verdad era que seguía esposado de pies y manos, y que cualquiera de aquellos guardias tenía tres veces su peso, o al menos así se sentía.
Kolya estaba furioso, rojo y con la piel toda marcada por los pesados apretones de los agentes y por tirar de aquellas esposas con cadenas, hasta el mismo segundo en que lo empujaron dentro de su celda nuevamente.
—¡Mentirosos, son todos una bola de mentirosos! —gritó golpeando a la puerta con los puños por tanto tiempo que pareció como si de repente hubiera olvidado hacer cualquier otra cosa. Finalmente el cansancio debió vencerlo, después de todo había pasado más de tres horas pegado a aquella computadora en lo que nadie reconocería jamás, pero había sido una de las batallas digitales más feroces que se había librado en el mundo.
Le dolían los dedos, le dolían las manos, sentía cada músculo engarrotado, y aun así tenía que seguir golpeando la puerta y gritando, gritando y golpeando, hasta que el agotamiento ya no le alcanzara para más.
Se detuvo por completo en el mismo instante en que uno de los guardias terminó desesperándose y le lanzó un vaso de agua a la cara a través de la rejilla de la comida, como si con eso fuera a conseguir apaciguarlo.
—¡No soy un perro, maldito idiota de mierda, soy una persona! ¡Y sé quién eres, ¿me oyes? sé quién eres! ¡El día que salga de aquí me voy a asegurar de que no te quede ni un puto centavo en tu cuenta de ahorro! ¡Voy a borrar tu puñetera acta de nacimiento, pendejo! ¡Y te voy a poner en la lista de los más buscados de donde me dé la gana!
Si Santiago no hubiera estado tan condenadamente ofuscado hasta habría reconocido que los insultos del muchacho tenían su toque de imaginación, con un plus de perversidad que definitivamente le recordaba mucho a Mateo. Sin embargo para ese momento la emoción que dominaba a Santiago era la rabia de sentirse traicionado por alguien a quien habían querido salvar.
—¿Es mi tierna y desatada imaginación o el karma es una perra? —gruñó y del otro lado solo sintió cómo alguien pateaba la pared.
—Cállate, este no es el momento —le gruñó Kolya tan bajo como pudo, y un segundo después reanudaba su berrinche hasta que el cansancio terminó por vencerlo.
Se acurrucó en aquella cama fea y se cubrió con esa manta que no tapaba nada, pegando la frente a la pared que lo separaba de Santiago.
—Tú eres muy inteligente, niño, pero eres mal actor —sentenció Kolya en voz baja—. El cerebrito ya sabe lo que tiene que saber, así que ahora déjame dormir, que no sé ni cuántas veces he orinado, pero ya no puedo abrir los ojos.
Y Santiago no dijo nada, de verdad no dijo ni una sola palabra porque no estaba seguro de que pudiera confiar en él.
Sin embargo en la mansión De Navia, Mateo se giraba hacia sus hermanos, mostrándoles cómo uno de sus algoritmos de programación reubicaba cada letra para que aquello tuviera más o menos sentido, pero al final cada pista que Kolya había dejado formaron una frase que lo hizo sonreír.
“Cerebrito, niño preso conmigo. S35. D5. 23H-intensa. Sótano”
—¿S35, D5, 23H? —lo increpó Rodrigo—. ¿Eso qué es?
—Quinto día de la semana treinta y cinco del año —respondió Mateo—. Las once de la noche es la hora menos fuerte de la guardia. Ahora ya tenemos fecha y hora para esa jaula, llama al Grillo. ¡Tenemos que movernos ya!