CAPÍTULO 1. Conociendo al enemigo

Escrito el 24/08/2024
DAYLIS TORRES SILVA


Aquella era una locura, delante tenía una carretera, un tráfico horrible, y varios autos persiguiéndolo. Santiago Fisterra cumplía dieciséis años e intentaba estrenar la Hummer que le había regalado su padre, hasta que se había dado cuenta de que lo estaban siguiendo.

La historia era breve: Su hermana pequeña y él eran las legacías del Clan Santamarina, lo más peligroso de la mafia en España. Su abuelo creía que si conseguía a sus dos herederos lograría recuperar el control del clan, que ahora pertenecía nada menos que a uno de sus hijos, Ruben Easton.

Por eso lo perseguían.

El secuestro era una posibilidad tan tangible que su padre había estado entrenándolo durante los últimos meses, y por suerte Santiago también estaba protegido por Rodrigo De Navia, uno de sus mejores amigos.

Aceleró y las dos camionetas que lo seguían lo hicieron también. Sacó el celular que le había dado Rodrigo y marcó al único número en él. Era imposible que lo intervinieran por toda la tecnología de encriptación que tenía.

Repicó una sola vez y la voz nerviosa de Rodrigo le contestó.

—Santiago. ¿Sucede algo?

—¡Rodrigo! Sí, me estás persiguiendo. —Su voz salió más calmada de lo que esperaba.

—¿Dónde estás?

—Mónaco, volviendo de la salida norte de la ciudad —contestó.

—No cuelgues.

Santi contó los segundos y pasaron tres. Después de dos pitidos le habló un acento más serio pero también más joven.

—¿Santiago? ¿Santiago Fisterra?

No supo por qué, pero esa voz hizo que su piel se erizara.

—Sí, soy yo...

—Mi nombre es Mateo De Navia. —«El hermano de Rodrigo...», pensó—. Rodrigo no está en la ciudad pero yo voy a guiarte. Gira a la derecha en la próxima intersección.

Santi obedeció y no necesitó preguntar para saber que lo estaba rastreando. Había escuchado antes el nombre de Mateo. Era el genio detrás de toda la tecnología de Rodrigo.

—Hay dos semáforos frente a ti, con una calle de diferencia. Acelera.

—Están en rojo —alcanzó a decir, pero Mateo le respondió con tono seguro.

—No importa, acelera.

Un segundo antes de que alcanzara el primer semáforo, este se puso en verde y Santi sorteó el resto de los autos hasta cruzar el segundo semáforo, que le dio vía libre un par de segundos antes de que lo tomara.

—¿Me estás guiando al Pozo? —preguntó.

Era el lugar más seguro en todo Mónaco. Paredes de acero y hormigón de cinco metros de ancho, una fortaleza moderna.

—Sí.

—Sé ir al Pozo, y esta no es…

—Conoces la entrada principal, no puedes llegar por ahí ahora —dijo Mateo con calma—. Baja la velocidad, en cincuenta metros vas a ver un callejón a tu derecha. Tómalo.

Santi giró sin bajar demasiado la velocidad y las llantas de la Hummer frenaron de repente mientras él miraba al fondo.

—No hay salida —murmuró ansioso.

«¿Este idiota me trajo a una trampa?»

—Sí la hay.

—¡Estoy viendo una pared al fondo! —exclamó Santi.

—Esa es la idea. Ahora no pierdas tiempo y maneja hasta el final de la calle, te gané unos segundos de ventaja, no los pierdas hablando estupideces.

Santi gruñó en respuesta y aceleró, mentalmente se preparó para el impacto. ¡Era una puta pared! ¿Que la iba a hacer desaparecer con magia o qué carajo…?

Estaba solo a veinte metros cuando vio la línea de luz sobre el suelo de la calle. Estaba bajando y era… ¿era una rampa?

—¡Mueve el trasero, Fisterra! ¿Que no te enseñaron a conducir? —siseó Mateo y Santi pisó el acelerador aceptando la provocación.

¡Pero qué cargante era el hermanito de Rodrigo!

La Hummer se deslizó por la rampa y entró a un subterráneo enorme. En uno de los extremos se abrió una puerta y Santi frenó bruscamente frente a ella.

—Entra. —Fue lo último que escuchó.

La puerta daba a un ascensor diminuto y su cabeza casi llegaba al techo. Se cerró automáticamente cuando él estuvo dentro y empezó a moverse.

Pocos segundos después se abría hacia un cuarto que estaba casi oscuro. Toda la luz que tenía venía de ocho pantallas de cincuenta pulgadas. Frente a ellas, sentado en la única silla que había en todo el lugar, un hombre se inclinaba tecleando a una velocidad inimaginable en lo que parecía un tablero táctil.

—¿Mateo?

—Pasa, niño. No muerdo —dijo Matt con una sonrisa en su voz, pero no se molestó en mirarlo. Estaba demasiado concentrado despistando a las camionetas que lo perseguían—. ¿Estás bien?

—Estoy entero —respondió Santi—. Gracias.

—De nada, es mi trabajo y me gusta —respondió Mateo, pero se tensó cuando lo sintió acercarse a las pantallas—. Lo que no me gusta es tener gente en mi cuarto de trabajo, así que no te acerques a mi bebé —advirtió con posesividad.

Santi levantó una ceja molesta, obviamente por «bebé» se refería a la computadora, pero no le gustaba particularmente su tono.

—¡Oye, tú fuiste el que me trajo aquí! Ahora no te quejes —siseó porque para chulos había dos.

Mateo dejó de teclear en un segundo y se giró con incredulidad.

—¡Mira, niño, si estás aquí es porque mi hermano te tiene una…! —Sus ojos chocaron con los de Santi y ahí mismo se le atoraron las palabras.

No entendía por qué, pero sentía como si no pudiera hablar. Lo que no sabía era que el chico frente a él estaba exactamente igual.

Santiago siempre había sabido que era algo... distinto, pero nunca había sido tan evidente como en ese momento.

Mateo De Navia tenía unos ojos grises capaces de desarmar a un escuadrón de carabineros. Parecía que apenas pasaba de los veinte años, pero de verdad tenía cara de cerebrito, y esos lentes de pasta dura le quedaban... muy bien.

«¡Mierda! ¿Y a mí qué me importa que le queden bien?», pensó Santi con frustración.

Apretó los dientes y se rascó un poco la cabeza a la altura de la nuca mientras desviaba la mirada. Jamás había sentido algo como eso. Era como si la adrenalina se acumulara en su estómago de la peor manera, las palmas le sudaban, su visión era un poco borrosa... pero solo alrededor, como si lo único claro fuera él.

—Mi hermano te tiene en gran estima —murmuró Mateo de repente y Santi sintió que se encogía de nuevo frente a esa voz—. Me encargó que te cuidara y es lo que voy a hacer.

Se dio la vuelta de inmediato para volver a las computadoras y continuó su trabajo. Conectó a Santiago con su madre para asegurarse de que ella y su hermana estaban bien; pero cuando se acabó la llamada se dio cuenta de que él lo observaba por el rabillo del ojo.

—¿Entonces tú eres el genio maligno detrás de todo esto? —preguntó Santiago y Mateo pasó saliva, mirándolo como si fuera un bicho raro.

Santi había escuchado que la gente con una inteligencia superior a la media muchas veces eran malos para la interacción social. Imaginó que era el caso de Mateo, aunque le resultaba extraño porque se notaba que tenía mucho cuidado con su aspecto.

Era más o menos de su tamaño así que debía rondar el uno ochenta de estatura, y debajo del suéter, que lleva arremangado hasta los codos, se podía ver una musculatura definida y bastante bonita, aunque no era muy ancho…

«¡Mierda!», maldijo Santi mirando hacia otro lado.

Mateo soltó un gruñido cuando lo pilló observándolo embobado y le contestó de mala gana.

—No soy un genio maligno… solo sé hacer cosas que otros ni siquiera pueden imaginar.

—Esa es la definición de genio, genio —intentó bromear Santi, pero se detuvo cuando lo vio apretar los dientes.

Jamás le había molestado tanto a alguien y no entendía por qué. Normalmente les agradaba a las personas cercanas a él… Era educado, era amable… No había razón para que no le agradara, mucho menos para que casi lo tratara como si fuera un enemigo.

—¿Qué edad tienes? —preguntó porque de repente quería cerciorarse.

—¿No te callas nunca? —siseó Mateo con frustración, pero el chico frente a él no se dejó intimidar y levantó la barbilla con un pequeño gesto de desafío.

—Solo cuando me aburro. ¿Qué edad tienes? —insistió.

Mateo pasó a su lado y suspiró antes de sentarse y concentrarse en la pantalla.

—Veintiuno —gruñó.

«¡Y luego dice que no es un genio!», rumió Santi en silencio.

Se acomodó en un sofá al fondo del cuarto y el tac tac de los dedos de Mateo sobre el panel de cristal más el cansancio del día lo adormecieron.

Soñó y otra vez era la misma pesadilla, esa donde le decían de nuevo que acababan de matar a su padre. Todo se mezcló para él mientras el dolor lo consumía y Santi ya no supo si gritaba en sus sueños... o en la realidad.