La telemetría era considerada un avance tecnológico en aquel momento. Los científicos del mundo la usaban con pincitas, como si fuera a provocar un apocalipsis, mientras que Mateo de Navia, menos preocupado por el fin del mundo, la usaba en casi todo de su vida cotidiana.
El Pozo era su reino, una bóveda subterránea con paredes de cinco metros de ancho de hormigón y acero, donde se guardaba la mayor parte de las ganancias ilegales del mundo.
Mateo puso su mano abierta sobre el cristal de la pared y el lector de huellas, después de reconocerlo, hizo saltar un pequeño compartimento. De él sacó dos cables con sensores en las puntas y le hizo un gesto a Santiago para que se acercara. Santi casi podía escuchar sus dientes chocar mientras ponía uno de aquellos sensores sobre su pectoral izquierdo y el otro sobre su omóplato del mismo lado; y en ese momento recordó cuando Rodrigo le había explicado cómo funcionaban.
—Hay muchas formas de entrar en este cuarto, y de acceder a una cuenta. Unos eligen reconocimiento óptico; otros, lectura de huellas; otros, reconocimiento de patrones de voz, etc., pero el mejor, indudablemente es la telemetría.
—¿Por qué? —había curioseado Santiago.
—Digamos que alguien que nunca ha estado aquí sabe que tienes reconocimiento de huellas, puede fácilmente cortarte una mano y tratar de entrar con ella. Pueden sacarte un ojo, obligarte a hablar… en fin. ¿Entiendes la idea verdad? La telemetría lee tu ritmo cardiaco, tu pulso, tu corazón. Si quieren robarte tienen que traerte hasta aquí vivito y coleando, y una vez aquí, muchacho, te podemos salvar; porque este, querido amigo, es el Pozo. Una sola salida, una sola entrada y completamente controlado.
En aquel momento a Santiago le había parecido cosa de ciencia ficción, ahora solo esperaba pacientemente a que los sensores leyeran su corazón mientras Mateo miraba con insistencia a un punto vacío en la pared.
Santi aprovechó el momento incómodo para detallarlo. Parecía más joven de lo que era, casi como él. Tenía ojos lindos y penetrantes y un mal genio que se disparaba con cualquier cosa. Mateo De Navia era de mecha corta, no se necesitaba mucho para provocarlo, pero también tenía algo que hacía que el mundo se arrodillara a su alrededor... y Santiago sabía que estaba a punto de ser parte de ese mundo.
La puerta se abrió con un «bip» cuarenta segundos después y Mateo batalló con los sensores para despegarlos de su piel sin tocarlo. Finalmente Santiago perdió la paciencia y se los arrancó del cuerpo abriéndole la mano con un gesto firme y poniéndoselos en la palma mientras gruñía su protesta.
—¿Sí sabes que no estoy sucio, verdad? Se me puede tocar —espetó pasando junto a él y poniéndose de nuevo el suéter mientras entraba a la bóveda.
Tecleó una serie de números en un casillero que se abrió al instante, y sacó un fajo de billetes de cinco mil euros, sin embargo se detuvo de repente y miró a Mateo con gesto serio.
—¿Cuánto me cobras por uno de tus rastreadores? —preguntó—. Por ponérselo a un collar.
Matt se cruzó de brazos y sonrió.
—Cincuenta mil euros —respondió y vio a Santiago buscar esa cantidad—. Pero para ti son cien.
Santi se detuvo por un segundo y cada músculo de su cuerpo se tensó. Tomó una pequeña mochila y solo echó dentro más de cien mil euros sin rechistar. Si Mateo quería ponerse gracioso, bien, pero dos podían jugar ese juego.
Se echó la pequeña mochila al hombro y salió de la bóveda y cuando la puerta se cerró se giró hacia él.
—Si estás fastidiado porque Rodrigo te puso de niñero, lo siento, pero realmente tengo cosas importantes que hacer y no puedo lidiar con tu mal carácter —sentenció con gesto firme—. Así que con tu permiso...
Se dirigió al ascensor de la bóveda ante la mirada atónita de Mateo, que detuvo las puertas.
—¿A dónde crees que vas con más de cien mil euros al hombro? —le espetó.
—A buscar una joyería, tengo algo que comprar.
—¿En serio? ¿Eso es lo importante?
—Para mí lo es. Así que haz el favor de quitar la mano —respondió Santi.
Por toda respuesta Mateo tecleó un código en el panel del ascensor, bloqueándolo. Bajo ningún concepto iba a permitir que el chiquillo saliera a la calle sin escolta.
—¿Quieres que Rodrigo me mate? —siseó molesto.
—¿Quieres que me le adelante? —lo provocó Santiago.
Lo vio cerrar los ojos y respirar hondo antes de darle la espalda y meterse al cuarto de control. Mateo activó el sistema de cierre total y se unió a Santi en el ascensor para salir.
—Conozco un buen joyero —gruñó entre dientes.
—Bien.
Parecía como si la tensión entre ellos fuera demasiado tangible, casi como si se pudiera tocar, y por supuesto que volvieron a pelear sobre en qué auto se iban y por qué. Finalmente Mateo le abrió la puerta del copiloto de su Bugatti y Santi se sentó allí con tres maldiciones porque sentía como si estuviera en un ataúd. Su espalda era mucho más ancha y se salía del asiento y su hombro casi chocaba con el de Matt.
—¿Con lo que cuesta esta porquería no se supone que sea un auto cómodo? —gruñó.
—El auto es perfecto —replicó Mateo—. Eres tú el que es demasiado grande.
Santiago apretó los dientes.
—Tienes razón —respondió con una sonrisa llena de sarcasmo mientras se tiraba de la entrepierna del pantalón y trataba de acomodarse—. Soy demasiado grande.
Vio a Mateo ponerse rojo por un brave instante y se dedicó a mirar a las calles llenas de gente mientras él conducía. No pasó mucho tiempo antes de que llegaran a una joyería, pero no los atendieron en el salón principal, sino que una chica muy linda se acercó a Mateo y le dio dos besos antes de dirigirse a Santiago.
—Buenas tardes, señor...
—Fisterra —se presentó Santiago, alargando la mano con una sonrisa moja bragas y un segundo después la chica se desprendía del brazo de Mateo para colgarse del suyo.
—¿Viene buscando algo en especial?
Mateo los vio caminar frente a él con la mandíbula desencajada, mientras Santi le explicaba que quería una cadena delicada para una chica. La muchacha lo sentó en una cómoda mesa y le trajo un café antes de ir a buscar dos exhibidores que traían decenas de cadenitas con hermosos dijes. Le mostraba unos, le sugería otros, pero cuando no se estaba inclinando sobre él, estaba tocando su brazo o agarrándolo por algún lado.
—¿Quieres dejar de manosearlo? Solo tiene dieciséis —gruñó Mateo en el oído de la chica, tomándola por el brazo antes de que se pasara de cariñosa.
—No importa, yo lo termino de criar —respondió ella con un guiño coqueto y el genio de Mateo se disparó.
—Vamos, algo tiene que gustarte —le dijo a Santi—. ¡Elige de una vez a ver si nos vamos!
Santiago lo miró con un gesto de resignación y se giró hacia la chica.
—¿Puedes dejarnos un momento a solas, por favor? —le pidió con educación.
La muchacha salió un segundo después y cuando la puerta se cerró Santiago le hizo una señal para que se acercara.
—De hecho necesito que elijas tú. ¿A cuál de estos puedes ponerle un rastreador? —le preguntó.
Mateo alzó una ceja divertida y eligió el más grande y feo.
—Este —dijo mirándolo—. Vaya, no sabía que fueras del tipo tóxico como para andar siguiendo a tu novia.
Santiago puso los ojos en blanco.
—Es para mi hermanita, idiota —siseó—. Con todo lo que está pasando quiero asegurarme de hacer todo lo posible por su seguridad, y si uno de tus aparatos me ayuda a localizarla en caso de peligro, entonces mejor.
Mateo pestañeó un par de veces aturdido y luego asintió. Era para su hermanita... y él poniéndose de cel...
—¡Bueno, en ese caso esto no te va a servir! —sentenció evitando aquel pensamiento—. No puedes ponerle una cadena a una bebé recién nacida —le explicó.
Salió de aquel cuarto y se dirigió al mostrador principal. Compró toda clase de pequeños accesorios y dijes y solo le pasó la cuenta a Santiago, que pagó sus cinco mil euros sin chistar.
—¿Qué vas a hacer con eso?
—Armar algo yo en casa —dijo Mateo—. La bebé no puede usar cadena, pero puedo hacerte una pulsera bien bonita y pequeña a la que se pueda incorporar un chip.
Se fueron a la mansión De Navia en las afueras de la ciudad y Mateo se encerró en su taller a trabajar mientras Santi recorría la casa. Tres horas después sentía el aliento caliente y lleno de risa sobre su hombro mientras Santiago se inclinaba sobre él.
—¿Sabes que en el fondo no eres el ogro que te crees que eres?