CAPÍTULO 1. La mujer en el tejado

Escrito el 31/10/2024
DAYLIS TORRES SILVA

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No, esta no es una historia de cambiantes, ni de criaturas míticas ni de ninguna fantasía que pueda abarcar más allá de la imaginación de un ser humano, aunque esa, ciertamente, suele ser más extensa y peligrosa. No.

Esta es la historia de una mujer que dejó de ser solo una mujer para convertirse en algo más, algo que solo ella entendía y deseaba. Y es la historia de un hombre que intentó comprenderla, que logró amarla, sin llegar a cambiar su naturaleza.

Esta no es una historia romántica, pero sí es una historia de amor.

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Sophia Midleton había sido una niña común excepto por sus ojos. Había nacido con el síndrome de Schmid-Fraccaro, pupilas rasgadas en vertical, rodeadas de iris verdes. A diferencia de lo que se pudiera pensar, jamás fue objeto de burla por eso, no le hicieron bulling en la escuela, no dejó de tener amigas ni pretendientes. Era una rareza bella, que a lo sumo llamaba la atención de dos o tres científicos cada año.

Así que Sophia creció como cualquier niña feliz, era muy inteligente, y tenía un don especial para agradarle a las personas… Sin embargo desde hacía tres años y a poco de cumplir los veintidós, Sophia había estado entrando y saliendo de hospitales psiquiátricos, hasta que finalmente uno de los médicos había decidido que ya no podía salir de ellos.

¿La razón? Sophia estaba loca.

¿De qué? Imposible diagnosticarlo.

Para diagnosticar a un paciente el psiquiatra lo escuchaba y lo observaba. Pero con Sophia eso era inútil, por dos sencillas razones: no hablaba y no hacía nada.

Un día de repente había dejado de hablar. Al otro solo dormía. Y cuando no estaba durmiendo y en silencio, Sophia estaba… trepando.

¿Trepando? Sí, trepando. Lo único que su psiquiatra había podido definir era que tenía instintos suicidas, porque apenas la dejaban salir, la encontraban lista para saltar del sitio más alto posible. Entonces volvían a encerrarla, y Sophia volvía a dormir.

Y seguiría durmiendo hasta que llegara él.

El doctor Graham Fox era posiblemente el psiquiatra más respetado del país, niño prodigio, titulado tempranamente en medicina y obsesionado con los secretos de su propio cerebro. A sus treinta y ocho años, ya había descubierto cuatro enfermedades mentales y siempre estaba a la caza de más.

Era lo suficientemente crítico como para considerarse atractivo, y como sabía que eso, aunado a su inteligencia, era capaz despertar lo peor de la gente, Graham solía usar ropa ancha y descolgada, lentes gruesos de pasta dura y una actitud en general desaliñada. Con eso conseguía amabilidad de parte de la gente, y que otros médicos le cedieran casos que él llegaba a considerar interesantes.

Precisamente por eso estaba allí, caminando con aquel residente de psiquiatría por los pasillos del hospital, mientras buscaba algún paciente que llamara su atención.

Sin embargo, los enfermeros que pasaron corriendo junto a ellos los sorprendieron.

—¿Qué pasó? —preguntó el residente.

—¡Sophia se escapó otra vez! —respondió alguien de lejos y Graham corrió junto al residente hacia uno de los patios del hospital.

No se sorprendió de que todos miraran arriba, y vio a una chica rubia y menuda, con el cabello muy muy largo, avanzando con seguridad por el borde del tejado, mientras cinco enfermeros intentaban alcanzarla. Se escuchaban los gritos usuales, los intentos de razonamiento, pero a ella no parecían interesarles.

—¿Diagnóstico? —preguntó Graham al residente y este suspiró.

—No tenemos, solo que intenta suicidarse cada vez que sale.

—¿Se ha lastimado antes? —preguntó el psiquiatra.

—Hasta ahora lo hemos evitado, pero se sube en cualquier cosa, árboles, ventanas, tejados, aleros, cornisas… pareciera que siempre encuentra la forma de trepar más alto.

Graham vio cómo los enfermeros luchaban contra el temor a las alturas mientras avanzaban por un techo a dos aguas. En cambio Sophia caminaba sobre él como si fuera completamente plano y seguro. Graham la observó detenerse al borde de un alero, mover las caderas y los hombros y saltar hasta la cornisa de una torreta a más de un metro y medio sobre un vacío de cuatro pisos.

—¡Manden a alguien por la torreta! —ordenó el residente, sabiendo que nadie en su sano juicio haría la locura de saltar tras ella.

Graham la vio acostarse en la cornisa, con una pierna y un brazo colgando mientras apoyaba la mejilla en una mano y los miraba a todos desde su altura.

—¡Maldición! ¡No van a llegar a tiempo, va a saltar…! —masculló el residente.

—No, no va a hacerlo —advirtió Graham con una sonrisa—. Ella no se quiere suicidar… Ella cree que es un gato.