—¡Carter! ¡Tienes visita! —gritó la guardia desde la puerta de la celda y la muchacha se levantó de la cama inferior de la litera con un gesto cansado.
Por un segundo se miró en aquel remedo de espejo de plástico y se alisó el corto cabello rubio lo mejor que pudo, aunque se notaba demasiado desaliñada por mucho que tratara de no aparentarlo. Al final la cárcel era como un aura que se le salía por los poros, como a todas allí.
—Megan, ¿cuándo vas a dejar de aceptarle las visitas? —gruñó Sibil, su compañera de celda porque las dos sabían quién era la única persona que venía a verla.
—Se demoró este año —murmuró la muchacha con voz queda—. Siempre viene en el aniversario, sin falta. Supongo que habrá tenido algún problema para venir… seguro se atrasó una de las misiones esas de Médicos Sin Fronteras a las que va.
Sibil se lanzó de la cama superior de la litera con un movimiento fluido y se detuvo frente a ella.
—Eso no responde mi pregunta. ¿Cuándo vas a dejar de aceptarle las putas visitas, Megan? ¡Ya pasaron diez años! ¡No le debes nada a ese tipo ni a su familia! —espetó con molestia y Dios sabía que ella no era de las que se guardaban lo que pensaba.
—Lo sé… pero es la única persona que me visita aquí, para bien o para mal. Es… es como un alma que viene de fuera. Al menos es algo diferente —susurró la muchacha y Sibil puso los ojos en blanco apretando los dientes.
—Diferente no siempre significa “bueno”, deberías recordarlo —replicó volviendo a su lugar y repitiéndose por centésima vez que no trataría de aconsejar a Megan de nuevo.
Así que la muchacha salió de su celda, caminó por aquel largo y angosto pasillo franqueado por presas, y llegó a la pequeña salita de visita privada. Él siempre pedía una salita privada, era demasiado educado como para ponerse grosero y cruel delante de otras personas.
Atravesó la puerta y se quedó de pie cerca de ella mientras la cerraban a su espalda. Frente a ella, con aquella expresión de héroe despiadado, estaba August Henderson. El eminente médico. El destacadísimo hijo de la familia Henderson. El soltero más codiciado de Los Ángeles.
—Pensé que no vendrías este año —murmuró ella acercándose a la mesa, donde ya estaba el reglamentario bloc de notas blanco y el bolígrafo—. Ya pasaron dos meses desde el aniversario de la muerte de tu madre y…
—Asesinato —gruñó el hombre entre dientes y la muchacha, como siempre, se estremeció ante aquel tono—. Imagino lo poco que te gusta decirlo, pero la palabra correcta es «asesinato», Megan. —Gus se giró hacia ella y la miró con aquellos ojos profundos que la hicieron parapetarse contra el respaldo del asiento.
Había cambiado en el último año, se había dejado la barba, su cuerpo se había ensanchado, como si hubiera trabajado mucho, y tenía la piel tostada por el sol… no como la suya, que parecía hacer competencia con la de un vampiro.
—Creí que este año sería más justo venir en el aniversario de tu sentencia —espetó sin inmutarse—. Hoy hace diez años que te encerraron, así que me dije: ¡Quizás este año sí que tenga vergüenza suficiente para escribir esa confesión! ¡Quizás después de una década de estar en la cárcel, sea un poquito más humana y me diga de una maldita vez por qué demonios mató a mi madre!
Sus palmas abiertas golpearon la mesa de metal y Megan dio un respingo porque cada año que pasaba lo veía más violento, pero su respuesta seguía siendo la misma que todos los años anteriores.
—Yo no maté a tu madre…
—¿¡Cuándo vas a dejar de mentir!? —gritó Gus furioso—. ¡Un tribunal te declaró culpable!
—Lo que otras personas crean no determina la realidad, deberías ser más inteligente que eso —susurró la muchacha.
—¡Se basaron en las evidencias! —escupió el hombre con fiereza.
—Le llamaron «evidencia» a lo que quisieron —murmuró ella—. Solo eran joyas…
—¡De mi madre! ¡Joyas de mi madre! ¡Las mismas joyas que robaste después de matarla! —le gritó levantándola por las solapas del uniforme de prisión, pero Megan no hizo ni un solo sonido para llamar al guardia o pedir ayuda—. ¡Solo quiero saber por qué! ¡Mi madre te sacó de la calle! ¡Te acogió en su casa! ¿¡Por qué tenías que matarla!?
Durante diez años aquella interrogante lo había torturado de la peor manera. Perder a la persona que más amaba en el mundo había sido difícil, saber que su madre había sido brutalmente asesinada lo había destrozado, pero no tener respuesta, no encontrar un por qué había sucedido aquello, era mucho peor, porque no le permitía estar en paz.
Así que durante diez años, en el aniversario del asesinato de su madre, Gus Henderson visitaba aquella cárcel para torturar a Megan Carter tanto como podía, pero ella jamás le daba aquella respuesta que necesitaba.
—No importa cuántas veces te lo repita, tú no quieres escuchar —murmuró Megan—. Yo no maté a tu madre. Tenía sus joyas porque ella me las dio. Porque no quería que me quedara en su casa, así que me dio dinero.
—¿¡Diez mil dólares?! ¿¡Por qué demonios mi madre te daría voluntariamente diez mil dólares y sus joyas?! ¡Nadie creería eso!
—Porque tu madre me quería —replicó Megan mirándolo a los ojos mientras los suyos se cristalizaban—. Tu madre me quería mucho… tanto como yo la quería a ella.
—¡Mentira! ¡Eso es mentira! ¡Si la hubieras querido no la habrías matado!
—¡Que yo no la maté, maldita sea! ¡Yo no fui! ¡Te lo gritaría en más idiomas si me supiera otro! ¡Yo no maté a la señora Prudence! ¡Fue la única que me ayudó, por eso respeté su decisión de que me marchara de su casa y…!
—¡Cállate! ¡Todos sabían eso y no respetaste nada! ¡Peleaste con mi madre! ¡Todos te escucharon pelear con mi madre! ¡Todos la escucharon gritar tu nombre ese día!
Gus pudo ver por un instante cómo las pupilas de la muchacha se dilataban frente a él. Cada año le parecía más pequeña, como si hubiera envejecido un siglo y no una década. Pero finalmente aquel leve rapto de resistencia siempre se le pasaba, y toda la expresión de la muchacha se relajó.
—Eso es cierto… tu madre gritó mi nombre ese día, pero no me lo estaba gritando a mí.
Gus la soltó con rabia y dio dos pasos atrás, llevándose las manos a la cabeza, porque a veces sentía que aquella pesadilla jamás iba a terminar.
—¡Si no me dices por qué mataste a mi madre, jamás voy a permitir que salgas de aquí! ¡¿Entiendes?! —la amenazó—. ¡No voy a dejar que veas la luz del sol de nuevo como una mujer libre!
—Lo sé. —Por un segundo los ojos de Megan se cristalizaron pero no podía hacer nada—. Eso quedó muy claro cuando me juzgaron como adulta aunque solo tenía dieciséis años. ¿No es así?
—Los asesinos no tienen edad —siseó Gus con rabia.
—Ni yo la respuesta que buscas —replicó ella levantándose y empujando hacia él aquel bloc que otra vez se iba de aquella prisión vacío—. Puedes venir diez años más, veinte años más… y aun así no tendré una respuesta para ti… aunque jamás lo creas.