Megan ni siquiera era capaz de poner los pies en la tierra con firmeza. En un momento estaba escuchando a Sibil regañarla porque a pesar de estar tantos años en la cárcel no había aprendido a ser lo suficientemente perra, y al otro el director le estaba diciendo que habían revocado su sentencia porque habían encontrado al verdadero asesino de Prudence Henderson.
—¿Cómo que… cómo que lo encontraron… cuándo… cómo…? —balbuceó con incredulidad pero el director simplemente se encogió de hombros.
—No me permiten dar detalles, si quieres más informes háblalo con tu abogado.
—¿Cuál, el que no me habla desde hace diez años cuando el juicio terminó? —lo increpó Megan pero el semblante del director se ensombreció lleno de frustración.
—¡A ver, señorita Carter! ¿Usted quiere ser libre o no? Porque las puertas están abiertas hasta las seis, así que tiene… dos horas para marcharse, o de lo contrario tendrá que esperar hasta mañana para su liberación.
Y eso era algo que a nadie en su sano juicio, ni siquiera a alguien llena de miedo como ella, se le ocurriría hacer. Apenas le dio tiempo de despedirse de Sibil, que solo fue capaz de entregarle una dirección de alguien que conocía y que quizás, solo quizás, podría ayudarla.
Así que para las seis de la tarde la puerta de aquella prisión se cerró tras ella como un oscuro presagio y Megan echó a andar por el costado de la carretera. No tenía ni un solo dólar, ni siquiera centavos. Lo único que le habían entregado al salir de la cárcel era una muda de ropa y literalmente tenía una mano delante y la otra detrás, así que sin importar cuántos autobuses le pasaran por el lado, lo único que podía hacer era caminar hacia la ciudad.
Y si era honesta no fue capaz de sentir ni siquiera cansancio por aquellos treinta kilómetros, porque estaba tan aturdida, tan impactada porque era la primera vez después de diez años que no tenía barrotes a su alrededor, que…
Eran casi las tres de la madrugada cuando por fin vio las luces de la ciudad, y se detuvo en una gasolinera cercana, porque sentía que los pies ya no le respondían.
—¡Hey, hey! ¡Levántate de ahí, vamos! —escandalizó una mujer con ropa apretada y exceso de maquillaje, y nadie tuvo que decirle a Megan que ella era la «dueña» de aquella parada—. Hay muy poco trabajo hoy y yo puedo con todos, mamacita, así que lárgate a buscarte la vida en otro lado.
Megan negó mientras retrocedía, acariciándose los brazos porque la madrugada estaba realmente fría y su suéter no cubría mucho.
—No… de verdad yo no…
—¡No le hagas caso a Sirena! —gritó una voz ronca a su espalda—. No quiere admitir que ya no es competencia para chicas lindas como tú.
Y Megan supo que aquel hombre tenía que estar muy desesperado, porque nadie podía decir ya que una ex presidiaria era linda después de una década en la cárcel. Su cuerpo tropezó con el suyo y se echó a un lado con un gesto de asco.
—Solo quiero llegar a la ciudad, eso es todo —murmuró levantando las manos para dejar claro que no estaba buscando problemas.
—En ese caso yo te llevo —sonrió aquel hombre, pero Megan negó.
—No hace falta, yo me voy sola.
Y con el corazón acelerado se alejó de allí, dando gracias de que la prostituta realmente fuera tan territorial que mantuviera al hombre entretenido reclamándole. Y aun así cada vez que volvía a ver luces por la carretera, procuraba esconderse entre las hierbas al costado de la vía hasta que desaparecieran.
Estaba clareando cuando llegó a la ciudad y enfrentó la peor de las realidades: no tenía a dónde ir. Había entrado a la cárcel siendo una niña de dieciséis años, ahora, con veintiséis y sin dinero, sin un techo, sin ayuda… ¿qué demonios iba a hacer? ¿Cómo iba a sobrevivir?
Las lágrimas subieron a sus ojos, pero en aquel mismo momento tenía tanto frío que no era capaz ni de llorar. El cansancio le iba a pasar factura tarde o temprano, el hambre la había soportado más de una vez, pero el frío era sin dudas lo peor de todo. Por un momento se recostó a una pared de un edificio cercano, y se cubrió la cara con las manos mientras estas no dejaban de temblarle.
—¡Señora, aquí no puede estar, vamos, muévase! —escuchó gritar a alguien, pero era como si la voz estuviera muy lejos, y cuando el mundo amenazó con ponerse de cabeza, simplemente se dejó resbalar por aquella pared. Solo fue capaz de sentir cómo alguien la sacudía, poniéndola de pie violentamente—. ¡Esta es la entrada de un edificio residencial de lujo, estúpida! ¡Perdería mi trabajo si alguien saliera y viera que te dejé desmayarte aquí! —espetó un hombre maduro que a Megan solo le pareció un guardia de seguridad o algo así—. ¡Vamos, largo! ¡El albergue para indigentes está siete calles más abajo! ¡Vete a desmayarte allí!
Y por más que le doliera, por más terrible que pudiera parecer, Megan despegó los labios para hacer aquella pregunta:
—¿En qué… en qué dirección?
El guardia de seguridad se le quedó mirando por un momento y luego señaló a su derecha.
—Para allá —bufó y Megan se dio fuerzas de donde no tenía porque si había aguantado treinta kilómetros, podía aguantar siete calles más.
Se tambaleó pegada a la pared, pero a cada momento sentía que se caería. Finalmente, desorientada, se pegó contra algo, dándose un golpe en las costillas y se encogió, intentando lidiar con el dolor porque un carrito de metal de supermercado definitivamente podía hacer daño.
Sin embargo lo siguiente que sintió fue cómo algo calentito caía sobre ella. Aquella chaqueta olía a rata muerta, pero al menos quitaba el frío.
—¿Estás bien, niña? —preguntó un hombre y cuando Megan levantó la cabeza, se dio cuenta de que el que le hablaba era un hombre de unos setenta años, viejo, canoso y extremadamente sucio, con toda la pinta de una persona sin hogar.
—Estoy… estoy buscando el refugio para… para…
—Indigentes, niña, dilo. Cuanto más te resistas peor será —suspiró el hombre—. Yo soy Bob, el Viejo Bob, así me dicen todos, y voy al refugio para el desayuno, todavía las noches no están tan frías así que Miracle y yo le cedemos nuestra cama a alguien más necesitado.
Los ojos de Megan se llenaron de lágrimas porque no podía imaginar a nadie más necesitado que un anciano de setenta años sin techo, y aun así él y su perrita Miracle todavía parecían preocuparse por otros.
—¿Puedo… puedo ir con usted? —le preguntó en un susurro y el hombre asintió.
—Puedes, puedes, pero soy Bob, ¡el Viejo Bob! ¡Recuérdalo bien! —exclamó el hombre y Megan lo siguió penosamente hasta el refugio—. Y te regalo la chaqueta… me la encontré ayer en el contenedor de basura de la calle Pemberton, es de gente rica y siempre tiran cosas buenas, ¡menos mal que algún riquillo borracho de esos se vomitó en ella! ¡Suerte para nosotros! ¿verdad?
La muchacha asintió porque ya sabía de dónde venía el olor, pero aun así el frío era demasiado grande como para rechazarla. El refugio estaba atestado de personas a esa hora, todas haciendo fila o peleándose por conseguir un lugar en el desayuno del refugio, que por lo visto no era infinito.
Megan se parapetó detrás de Bob, al que todos parecían tener bastante respeto, y se comió aquel exiguo desayuno mientras las lágrimas caían silenciosas de sus ojos sin que pudiera evitarlo. Al menos cuando estaba en la cárcel sabía lo que era, quién era. Pero ahí afuera… ¿qué podía hacer? ¿A quién podía acudir? ¿Quién podía ayudarla?
Y la respuesta, por desgracia, era «nadie». En el refugio daban albergue y servían comida, pero no era como que tuvieran un departamento encargado de ofrecer trabajos a la gente sin hogar. Así que no importó cuánto la muchacha suplicara, explicara o se sumiera en la desesperación, la respuesta era simple: nadie podía ayudarla con más que un catre en las noches o algo de comida en el día.
Cuando salió del refugio se dejó caer en aquella acera envuelta en su maloliente chaqueta y solo sintió una mano sobre su hombro.
—Una chica linda como tú siempre puede… bueno… encontrar una esquina —le dijo el anciano sentándose a su lado y Megan negó rompiendo en sollozos.
—¡No quiero, no quiero hacer eso! —susurró entre lágrimas.
—Eso está bien, está bien, entonces no te preocupes —exclamó el anciano palmeando entusiasmado—. ¡El Viejo Bob te va a enseñar a ser la mejor indigente de todo Los Ángeles!