CAPÍTULO 2. Besos en la noche (2)

Escrito el 14/12/2025
DAYLIS TORRES SILVA


Thiago

 — ¡Por supuesto que lo tendrás! Un día serás el Conde de Worcester, pero entiende que tu hermano es mi primogénito y es el legítimo heredero de mi título. No puedo pasar sobre su cabeza sin una buena justificación…

 Una risa completamente inapropiada se me escapa, pero por una vez no me molesto en evitarla. Aparentemente ser un drogadicto, vago, bueno para nada no es justificación suficiente. Mi hermano Percy es siete años mayor que yo, y llegó a la crisis de los cuarenta sin esposa ni hijos. Su único amor es una línea de cocaína y una tarjeta de crédito ilimitada que, sospecho, nuestro padre ya no puede mantener.

 — Sabes que eres el único de mis hijos que tiene la presencia necesaria para responder por el título de Conde de Worcester. — se empeña de nuevo — Pero la aristocracia tiene sus reglas y por mucho dinero que tengas, eso no garantiza que serás bien recibido. Un matrimonio, por otro lado, puede hacerte el camino más fácil.

 “¿A mí, o a ti?” quiero preguntar pero me aguanto. Me reencontré con Taddeo Clifford desde hace cinco años, y desde entonces está en el “proceso” de reconocerme como su hijo y futuro Conde de Worcester. La verdad no es que me palpite el corazón por ello, pero aparte de mi hermano, que obviamente me odia, mi padre es la única familia que me queda en el mundo y está viejo, ha sufrido dos infartos y esta parece ser su voluntad más importante. Ya perdí a mi madre, no quiero perderlo también a él sin haber cumplido sus deseos.

 — ¿Qué te dijo el Duque? — consiento con un suspiro y la cara del viejo se ilumina.

 — Russo Stafford tiene sólo una hija, la única heredera al título del Ducado de Richmond, me dice que es una muchacha muy seria y correcta, educada en todas las etiquetas de nuestra sociedad. Me han dicho también que es bonita, aunque hace varios años que nadie la ve en nuestras fiestas. Al parecer ha estado un poco enferma.

 Arqueo una ceja divertida. Me encantaría saber qué es lo que no me está diciendo.

 — ¿Y la muchacha está… dispuesta? — pregunto remedándolo mientras me llevo un trago a los labios.

 — Así es. — sonríe mi padre.

 — ¿Y cuánto me va a costar?

 Lo veo abrir los ojos desmesuradamente y sé que he dado en el blanco. Siempre es lo mismo con estos nobles, te miran por encima del hombro hasta que necesitan tu dinero.

 — Bueno… la verdad… — parece incómodo, así que lo hago beber de su vaso y lo animo a que continúe — No hemos hablado de cantidades, pero creo que, dado que el título de Duque sobrepasa al nuestro, será un número de ocho cifras.

 No necesito hacer un cálculo mental, cualquier cifra entre los diez y los noventa y nueve millones no representan un problema para mí, lo que me molesta es pagar por una mujer, o por un título, o por…Respiro hondo, me obligo a pensar que estoy pagando solo por la felicidad de mi padre, por mantener su legado, y que eso no debe molestarme.

 — De acuerdo. — acepto aún rezongando — Pásame la cifra y haz una cita con ellos. — me termino el coñac para tener una justificación para abandonarlo un rato — Voy por otro.

 La verdad no necesito beber más, sólo quiero largarme un rato a un lugar donde pueda estar solo, lejos del chirrido de los violines que, aunque Dios no me perdone, aún no he aprendido a apreciar. Abro la primera puerta que encuentro disimulada tras cortinas y me escabullo de la celebración. Camino una veintena de pasos por un pasillo pobremente iluminado y termino en una maraña de corredores en los que podría fácilmente perderme, pero no me importa, prefiero caminar en soledad.

 Avanzo y aprecio el silencio que se va haciendo a mi alrededor. En cierto punto calculo y sé que me he alejado más de cien metros y que, posiblemente, esté entrando en el ala oeste de la villa. La mayoría de las habitaciones están no solo desocupadas sino en un estado de triste abandono, al parecer los encumbrados dueños solo pueden mantener una parte de la residencia y esta ha quedado vacía y sucia.

 Estoy a punto de volver cuando un sonido de vidrios rotos me saca de mi abstracción. Camino los últimos pasos que me separan de una puerta semiabierta y un salón débilmente iluminado por una lámpara, y ahí la veo. Hay un bar enorme pegado a la pared del fondo, donde todavía se conservan algunas copas y botellas polvorientas.

 Detrás de la barra está ella.

 No puedo ver su cara, sólo un vestido rojo que se abre desde su muslo derecho hasta el suelo, y que deja ver los hombros de una silueta de color alabastro. Esta mujer tiene curvas delicadas, mientras me acerco distingo el cabello de un castaño muy claro que se le sale del moño y le cae en ondulados mechones a cada lado del rostro. Tiene labios gruesos, facciones distinguidas y…

 — ¡Maldito infeliz hijo de p…! — y vocabulario de camionero.