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CAPÍTULO 15. Cargos criminales

Escrito el 12/12/2025
DAYLIS TORRES SILVA

17

 

Ayanna soltó una risa seca, como si no pudiera creer que él se atreviera a decir eso. ¿Que no podía odiarlo más de lo que ya lo odiaba?

—Eso es muy debatible —dijo con una mirada que parecía dispuesta a atravesarle el pecho a Cedric.

Él respiró hondo, no respondió ni intentó suavizarla. Solo abrió la puerta de la sala de juntas y la invitó con un gesto cansado, casi resignado. Había demasiadas cosas pasando dentro de él en ese momento como para fingir calma.

Ayanna caminó con pasos tensos. Sentía rabia… pero también un nudo incómodo en el estómago, como si algo estuviera por estallar y ella no pudiera detenerlo. Entró primero, y sus ojos recorrieron la sala: iluminación fría, la mesa larga, las sillas alineadas, Tristan de pie junto a la pared… y dos hombres esperándolos.

Uno era el detective privado, así que ella no fue capaz de reconocerlo de nada, pero el otro… Solo ver quién era el otro la hizo quedarse paralizada.

El abogado de Cedric. Ese hombre, ese rostro que ella jamás había olvidado.

Su cuerpo reaccionó antes que su mente: los hombros se le tensaron, los dedos se le cerraron en puños, y el aire en su pecho se volvió pesado.

—¿Él? —preguntó con incredulidad absoluta, señalándolo con un dedo que temblaba ligeramente—. ¿Para esto me trajiste? ¿Para que este… este tipo pueda volver a confirmar la orden de alejamiento como lo hizo la última vez, o para que me recuerde una por una las condiciones de incumplirlo?

El abogado se levantó de golpe, nervioso, como si la presencia de Ayanna lo hubiera empujado contra el respaldo. Sin embargo no pudo moverse porque Cedric levantó una mano de advertencia y luego negó despacio, con los labios apretados.

—No. —Su voz sonaba firme, dura, mientras la miraba a los ojos—. A él lo hice traer desde Inglaterra, donde reside ahora… para que nos explique quién demonios lo autorizó a poner mi firma en un cheque de un millón y medio de dólares.

El abogado se puso blanco, literalmente blanco. El color abandonó su rostro como si hubiera recibido una sentencia, y no tanto por lo que Cedric estaba diciendo sino delante de quién lo estaba diciendo.

Ayanna volvió la mirada hacia Cedric, completamente perdida, como si no pudiera entender el origen de aquella afirmación.

Pero los ojos de Cedric abandonaron los suyos para fijarse en los del abogado, y era evidente que llevaba días alimentando esa furia contenida.

—Vamos —rugió acercándose a la mesa—. Responda. ¡¿Quién le dio autorización para usar mi maldita firma?!

El abogado abrió la boca, pero solo salió un leve ruido; y Cedric lo observó con una mezcla peligrosa de control y rabia.

—No tengo nada que decirle, señor Davenport respondió el abogado, levantando una mano temblorosa—. ¡Entiéndalo! ¡Se trata del privilegio abogado—cliente!

Cedric soltó una risa seca, sin humor, sin alma; una risa que helaba la sangre.

¡Entonces espero que pueda proteger ese privilegio desde una celda!

El abogado titubeó. Cedric dio un paso más, acortando la distancia, y su sombra lo cubrió por completo.

La tensión en la sala subía como una corriente eléctrica.

Cedric extendió una mano, la enroscó en el cuello de la camisa del abogado y jaló hacia él con una fuerza que nadie esperaba. Las piernas del hombre temblaron al despegarse del piso unos centímetros.

—Dime quién fue —siseó Cedric entre dientes— ¡o te juro que te llevo yo mismo hasta la comisaría!

El abogado jadeó, intentando liberarse. Y Tristan dio un paso para intervenir, pero la expresión de Cedric era un claro: “ni lo intentes”.

El detective privado observaba también en silencio, sin inmutarse, como si hubiera visto cosas peores.

Cedric soltó al abogado justo cuando este parecía quedarse sin aire, y el hombre cayó sentado, sacudiéndose la camisa con manos temblorosas.

—¿Quién. Lo. Autorizó? —repitió con un tono que hacía temblar la mesa.

—No… no puedo… —balbuceó el abogado—. Señor Davenport, entienda… no puedo decirle.

Cedric respiró hondo, tensando la mandíbula hasta que el músculo vibró.

—Perfecto —dijo con un tono gélido y miró a Tristan—. ¿Listo?

Su mejor amigo dudó un instante.

—¿Estás seguro? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta; y Cedric lo miró con una mezcla de cansancio y resolución.

—Muy seguro.

Tristan abrió la puerta y esta vez quien entró fue un detective de la policía, mostrándole la placa al abogado.

—Señor, queda informado que el señor Davenport levantará cargos por mal uso de firma apoderada, falsificación de documentos y desvío de fondos.

El abogado entró en pánico. Sus ojos se abrieron como platos y levantó ambas manos, porque aunque durante diez años había estado tratando de evadir aquel peso sobre sus hombros.

—¡Tiene derecho a guardar silencio…!

—¡Espere! ¡Un momento! ¡Había otra persona en la empresa con poder para autorizar eso!

Cedric avanzó de inmediato, con la rabia desatada en los ojos.

¡Entonces lo hubiera sacado con su firma! —le escupió—. ¡No con la mía!

El abogado apretó los labios. Los hombros le temblaban mientras lo invadía algo parecido a la resignación.

No podíagruñó llevándose una mano al cabello que terminó sobre su nuca—. Desde que a la señora Davenport le diagnosticaron el Alzheimer, su firma dejó de ser válida dentro de la empresa.

El silencio que siguió fue brutal. Cedric retrocedió un paso como si le hubieran disparado, pero al final solo era el terrible efecto de la confirmación.

Ayanna sintió que la sangre se le helaba de una forma que no podía explicar. Miró al abogado, a Cedric, a Tristan… sin entender nada.

—Entonces ella lo hizo… —susurró Cedric—. Ella de verdad lo hizo.

El temblor en su voz no era de enojo, sino de una detonación emocional interna tan profunda que Ayanna lo sintió en la piel.

—La pregunta es por qué —continuó, señalando al abogado con el dedo—. ¡¿Por qué mi madre hizo eso!? ¿Y por qué usted, que lo sabía, no me dijo nada?

El abogado bajó la vista sin poder sostenerle la mirada más de un segundo. Y Ayanna dio dos pasos hacia ellos mientras su rostro mostraba desconcierto puro.

—No entiendo —dijo con un tono bajo y cargado—. ¿De qué hablas? ¿Por qué estás acusando al abogado de seguir tus instrucciones?

Cedric la miró a los ojos y negó con toda la sinceridad que tenía.

—Porque jamás fueron mis instrucciones.


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