CAPÍTULO 5. Una buena maestra.

Escrito el 08/12/2025
DAYLIS TORRES SILVA

9

 

—No. —La respuesta fue grave, tajante y decisiva—. No voy a firmar nada —dijo Ricardo mirándola a los ojos.

Lola levantó una ceja.
—Está cometiendo un error, señor Castillo.
—Créeme que he escuchado mucho de eso en mi vida y si he llegado hasta donde estoy es porque he sabido ignorarlo. Puedes llamarme como quieras, terco, mujeriego, picha brava… —y eso último lo dijo con una descarada sonrisa de suficiencia—. Pero la sangre es más espesa que el agua, y si esa niña es mi familia, no voy a desentenderme. No funciona así.

Ella lo observó un par de segundos en silencio. No porque no supiera qué contestar, sino porque estaba conteniendo el impulso de arrojarle un archivador a la cabeza.

—Señor Castillo —murmuró entre dientes—, usted no está preparado para ser padre.

Él soltó una risa corta, incrédula.
—Tampoco estaba preparado para ser millonario y mira, me las arreglé bastante bien. Uno aprende.

Se acercó un paso. Luego otro. Lola intentó mantenerse firme, pero Ricardo ya estaba peligrosamente cerca, tan cerca que podía verle el brillo desafiante en los ojos.

—Creo que la pregunta correcta aquí es… —la increpó sin apartar la mirada—. ¿Cuál es tu interés en que yo entregue a Fer? ¿Qué ganas tú?

A Lola le ardieron las orejas. No sabía si de rabia, nervios o porque él estaba invadiendo descaradamente su espacio personal.

—Lo único que quiero es lo mejor para la niña —respondió.

—Y lo mejor soy yo —soltó él sin dudar.

Lola rodó los ojos con una mezcla de frustración y cansancio.

—Ya veremos —dijo, con un tono que más que advertencia sonaba a desafío formulado profesionalmente—. Especialmente cuando ella despierte a las dos de la mañana llorando justo antes de uno de esos días de reuniones importantes para el señor millonario.

—Pues daré la maldita reunión en calzones desde mi casa, mientras me ocupo de que ella esté bien. O si no la pospongo, que para eso soy el dueño y doy reuniones  a la hora que me dé la gana.

Se quedaron mirándose, tensos, rígidos, inclinados hacia adelante como dos gallos de pelea midiendo fuerzas. Casi podían oírse los golpes imaginarios entre uno y otro.

Pero entonces la voz burlona de Rafael los atravesó como una advertencia de que no estaban solos.

—Bueno, bueno, bueno… —dijo desde la puerta—. Con la pena, pero mi esposa no me deja participar en tríos.

Ricardo giró la cabeza con expresión consternada.
—Cállate, Rafa.

—Lo digo por la niña —continuó su amigo, apuntando a Fer con la barbilla—. No creo que la criatura debería estar viendo contenido adulto y todo eso. Si quieren, me la llevo a dar una vuelta.

Lola tosió de la vergüenza y Ricardo apretó los labios para no reírse en su cara. Se notaba que estaba acostumbrada a pelear, la viborita, pero estaba seguro de que jamás se había encontrado con alguien como él.

Rafael levantó las manos en señal de rendición y salió riéndose solo, como si fuera la escena más graciosa del universo.

Lola suspiró, masajeándose las sienes, comprendiendo que con hombres así cerca, no iba a tener fácil quedarse con Fer.

—Bien —dijo, retomando su tono profesional mientras abría una carpeta y sacaba un par de documentos—. Si está decidido, entonces firme esto.

Le extendió un formulario. Ricardo lo tomó, lo leyó por encima y frunció el ceño.

—¿Una notificación? ¿Para qué?

—Para iniciar el proceso —respondió Lola, como si fuera obvio.

—¿Proceso? —Él parpadeó, sorprendido—. ¿No van a dejarme a la niña y ya?

Lola soltó una carcajada seca, incrédula.
—Claro que no. ¿Está loco? Esto no es una rifa donde recoge su premio y se va.

Ricardo la miró como si acabara de anunciarle que Fer no era una niña, sino un archivo PDF.

—Empezamos con visitas supervisadas —explicó Lola, volviendo a su tono paciente, pero ya sonaba a paciencia vencida—. Luego vendrá la evaluación de su casa. Después, si todo está en orden, algunas noches en las que se la lleve para que se vaya acostumbrando. Y cuando todo fluya con normalidad, entonces podrá quedársela de manera definitiva. Y para eso pasaran meses.

Meses en los que con suerte él se daría cuenta de lo complicado que era cuidar de una niña pequeña.

Ricardo se metió las manos en los bolsillos y dio otro paso hacia ella, sospechoso, como si quisiera entender qué estaba moviendo a la guerrera que tenía delante.

—¿Siempre te tomas tanto trabajo con todos los niños?

Lola no lo dudó.
—Sí. Con todos. Sin excepción.

Y él iba a responder algo, seguramente un comentario sarcástico, pero el llanto suave de Fer llenó la oficina.

La niña se movió inquieta dentro del cochecito, y su carita arrugada y los ojitos entrecerrados anunciaban un llanto que iba subiendo de volumen.

Lola fue hasta ella de inmediato, y la cargó con un movimiento natural, casi instintivo, como alguien que ya había hecho eso mil veces. Fer se aferró a su blusa con los dedos chiquitos, enterrando el rostro en su cuello.

—Shhh, tranquila, monita… —susurró Lola, meciéndola con suavidad—. No pasa nada. Todo está bien. Yo estoy aquí.

Ricardo la observó mecerla de un lado a otro y algo en su expresión cambió. Antes había fuerza, terquedad, un muro entero erguido frente a Lola. Ahora había… vulnerabilidad. Una mezcla de impotencia y un deseo torpe, como si no supiera qué hacer ni cómo acercarse a su propia nieta.

Fer seguía llorando bajito, pero el sonido iba cesando poco a poco mientras Lola la mecía, murmurándole palabras dulces. La niña suspiró finalmente contra su cuello, aferrándose a ella como si solo ahí encontrara estabilidad.

—¿Está bien? —preguntó Ricardo y ella le hizo un gesto de afirmación.

—Sí, solo está desorientada —dijo Lola, sin voltear a verlo—. Justo por esto no puedo dejarla así como así… Fer necesita estabilidad, señor Castillo, con amor no basta.

Ricardo tragó saliva, porque era verdad que la nena se veía frágil e indefensa.
—Me doy cuenta. Pero lo que sea que necesite, yo lo puedo aprender… con una buena maestra, claro.