No había forma de describir aquella sensación, más que como el simple hecho de no ser capaz de respirar.
La última vez que Cedric había visto a Ayanna, literalmente se había quedado mirándola dormir durante dos horas, sabiendo a lo que renunciaba porque ya no se sentía capaz de estar con ella y mucho menos de protegerla.
Había dejado a la niña de veinte años, de sonrisa dulce en unos labios naturalmente rosas, de ojos amables y un hoyuelo coqueto en una de las mejillas. Había dejado a la chica de pestañas claras, cabello corto y curvas delicadas. Había dejado a su Ayanna, a la que había pasado con él tres años de sus peores momentos… a la suya.
Pero lo que levantó la cabeza detrás de aquel escritorio lo dejó mudo en su lugar, paralizado y con el corazón hecho una bomba a punto de estallar. Los ojos que lo miraron eran los de una mujer, debajo de unas pestañas largas y negras. Sus labios eran de un rojo tan intenso como los zapatos de tacón de doce centímetros que se veían a través del cristal de la mesa; y llevaba el cabello largo, con reflejos dorados, cayendo sobre curvas que jamás habría imaginado en ella.
—Ayanna… —Su nombre salió de la boca de Cedric como si pronunciarlo fuera su propio castigo, pero ella ni siquiera se inmutó.
Se irguió dejando a un lado las cosas que estaba guardando en una caja y levantó la barbilla lo suficiente para mirarlo a los ojos sin que su pecho dejara de moverse ni una vez.
—Señor Barnum… señor Davenport —saludó con la misma frialdad con que habría saludado a un desconocido—. ¿Puedo hacer algo por ustedes?
—De hecho, Ayanna —se adelantó su exjefe—, el señor Davenport quería hablar contigo sobre…
—Vete —siseó Cedric con un tono que hizo a Barnum mirarlo como si le hubiera salido otra cabeza.
—¿Señor…?
—Sal de aquí, déjanos solos —espetó Cedric sin mirarlo, y al pobre hombre no le tomó mucho tiempo darse cuenta de que aquello era personal, así que recogió la poca dignidad que le dejaba el nuevo dueño y salió cerrando la puerta tras él.
“Siempre tan arrogante”, pensó Ayanna porque quizás algunas cosas no cambiaban con los años. Cedric Davenport estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido, y eso no había cambiado en la última década aunque todo lo demás sí lo hubiera hecho.
En otras circunstancias, quizás la Ayanna que había sido antes, se habría tomado un minuto para mirarlo de arriba abajo, para ver el hombre en que se había convertido el chico que ella había amado alguna vez… pero esta Ayanna no podía hacerlo. Así que siguió mirando a sus ojos sin hacer ni un solo gesto que delatara la tormenta que llevaba dentro, mientras él se acercaba con pasos tentativos, dejando solo los noventa centímetros del escritorio de cristal entre ellos.
Sentía que el corazón le latía demasiado rápido, que la sangre se le espesaba en las venas, que su cuerpo reaccionaba como si no hubieran pasado diez años entre los dos, como si él siguiera siendo el chico calenturiento que la perseguía por el campus del instituto y la besaba detrás de las puertas.
—Yo no… no sabía que tú… que trabajabas aquí… —balbuceó—. Es… digo, Chicago queda muy lejos de Inglaterra.
—Un reclutador de Kronnos me contactó hace cuatro años, me ofreció un buen contrato por trabajar para ellos —respondió Ayanna con tono neutral, sin una gota de emoción, pero Cedric pasó saliva porque eso significaba que ellos llevaban cuatro años en la misma ciudad, una en la que él salía en alguna noticia cada dos o tres semanas, y ella no había hecho ni un solo intento por contactarlo.
—Te trajeron del otro lado del mundo —murmuró—. Supongo que así de buena eres.
—Así de buena soy —confirmó ella con una curva en los labios que no llegaba a ser sonrisa—. Yo tampoco tenía idea de que usted había comprado la empresa, señor Davenport —añadió mientras alargaba la mano y recogía los últimos objetos sobre su mesa—. Pero no se preocupe, es algo que ya se resolvió.
Y Cedric no supo qué le sentó peor, que lo tratara de usted o que le dijera que la solución era largarse por la misma puerta por la que él entraba.
—¿Se resolvió? ¿Quieres decir… con tu renuncia? ¿Te vas de la empresa porque yo la compré? —preguntó arrugando el entrecejo y su mandíbula se tensó al pensar que ella era capaz de dejar un excelente trabajo solo por alejarse de él.
Y no era que se lo reprochara pero… ¡pero sí se lo reprochaba porque…! ¡Maldición, ni siquiera sabía por qué!
Pero Ayanna decidió que simplemente era mejor ahorrarse la explicación, y se limitó a cerrar la caja donde se llevaba sus efectos personales de aquella oficina.
—No tienes que irte solo porque yo compré la empresa —sentenció él como si con eso pudiera detenerla.
—Sí, sí tengo que hacerlo —fue la única respuesta que salió de su boca—. Si no se le ofrece nada más, le deseo mucha suerte con su nueva adquisición, señor Davenport, con su permiso.
Los primeros cuatro pasos hacia la puerta fueron determinados, pero al quinto Cedric le quitaba aquella caja de las manos y tiraba de su brazo para detenerla.
—¿Señor Davenport? ¿Cuándo en tu vida me llamaste “señor Davenport”? Siempre fue Cedric, solo Cedric para ti… —siseó él acercándose tanto que la hizo inclinarse hacia atrás.
—“Solo Cedric” era hace diez años, cuando usted no era el dueño de esta empresa y yo una exempleada.
—Di mejor cuando eras mi novia y no te preocupaba lo que fuéramos —gruñó él y por la forma en que la vio cerrar los ojos, supo que estaba pasando límites que Ayanna no iba a permitirle de ninguna manera.
De repente su garganta se secó, la soltó con reticencia y trató de tragar aquel nudo que lo estaba ahogando.
—Ayanna… sé que lo nuestro no terminó bien…
—No terminó ni bien ni mal, no terminó —lo interrumpió ella mientras su lengua controlaba aquella decepción que Cedric podía leer en sus ojos como un libro abierto—. Pero eso fue hace diez años. Yo no soy más Ayanna, soy la Licenciada Grimmes; y usted no es más Cedric, es el señor Davenport. —Por un segundo sintió el cosquilleo oscuro de las lágrimas detrás de los ojos, pero se las aguantó como la mujercita que era—. Lamento si falté a nuestro acuerdo, no fue intencional, pero le aseguro que no volverá a suceder, y que nuestros caminos no volverán a cruzarse. —Levantó su caja y se giró hacia la puerta como si estuviera llevándose su propio corazón entre los tacones—. Adiós, señor Davenport.
