Ricardo Castillo iba más que orondo por el corredor principal de su compañía, mientras cada empleado lo saludaba como si fuera el nuevo aspirante a presidente de la república. Y por supuesto que él se la creía, porque ya hacía mucho tiempo que había aprendido que la actitud lo era todo y el dinero también; y a fin de cuentas era el dueño de una compañía millonaria en plena expansión hacia el viejo continente. Y todo eso sin llegar a los cuarenta.
—Al trastorno psicológico ese deberían dejar de llamarle narcisismo para llamarle “Ricardismo” —fue el saludo de su mejor amigo cuando se le unió a paso rápido.
—Bueno, ya sabes lo que dicen: de lo bueno, doble —rio Ricardo dándole un abrazo rápido—. ¿Qué haces aquí? ¿Tu mujer no te deja respirar?
—Exacto, la Minitoy anda con las hormonas desquiciadas por el bebé —suspiró Rafael—. No sé de ningún caso donde una mujer se vuelva a embarazar ya estando embarazada, ¡pero a este paso ella será la primera!
—¡Y tú serás el único casado que se queja de follar en exceso! —se carcajeó Ricardo—. Así que mejor muérdete la lengua no sea que Diosito te castigue y la haga cogerte asco.
—¡Shshsh! ¡Cállate, cállate, ni lo digas! Jamás nos quejamos por follar demasiado. Ese no es nuestro modus operandi —se pavoneó Rafael pero su amigo se detuvo y lo miró con una ceja arqueada, como un padre que no tiene otro remedio que desmentir a un hijo descarriado.
—Ese es mi modus operandi, idiota. Tú no tenías ninguno porque ninguna mujer te duraba entre la obsesión organizativa y el exceso de verga.
—¡Pues si hay una ofensa en tu comentario, yo no la veo! —replicó Rafael con descaro y le dio una palmada en la espalda antes de seguir caminando—. El caso es que necesitaba respirar y dije: visitaré a mi socio más reciente y amigo más viejo y veré qué se cae de la m…
—¡Párate! —fue la orden inmediata de Ricardo y Rafael se quedó a media palabra y medio paso mientras se quedaban mirando a la salita de espera frente a la oficina principal.
Su secretaria no estaba, pero una mujer caminaba lentamente de un lado a otro. Una mujer de esas por las que el dueño de aquella empresa podía derretirse en un segundo. Pelirroja, con curvas peligrosas en los lugares justos, ojos negros como el carbón y una boca que seguro debía verse muy linda pronunciando la O.
—¡Joder, esto es amanecer con buena suerte! —suspiró mirando los tacones de aguja que le levantaban aún más aquel trasero de infarto.
Porque no importaba lo profesional que se viera, simplemente era una mujer para quedársele mirando.
Ricardo puso una mano en el pecho de su mejor amigo, como un claro gesto de que mejor se quedara atrás, porque el maestro iba a trabajar; y se adelantó con esa sonrisa mojabragas que él estaba seguro que tenía.
—Las entrevistas son en el piso de abajo —dijo haciendo que ella se girara sorprendida, pero esa sorpresa pronto se convirtió en una mirada que lo escudriñaba de arriba abajo sin molestarse en disimularlo—. Pero digamos que con usted podría hacer una excepción. Supongo que nadie puede juzgar mejor al personal que quiere para su empresa que el propio dueño.
Se ajustó las solapas del traje con ademán casual y la mujer frente a él dejó escapar una sonrisa de comprensión.
—El señor Ricardo Castillo, me imagino —murmuró y Ricardo creyó confirmar lo que imaginaba: sabía quién era, así que solo podía venir por trabajo.
—El mismo —sentenció ofreciéndole la palma como saludo—. Un placer, señorita…
—Caballero —respondió ella estrechando su mano—. Lola Caballero.
—Lola… —repitió él como si pudiera saborear su nombre—. Vaya, es un nombre muy… interesante.
—Es un nombre de puta fina, señor Castillo —se rió ella tirando de esa mano para acercarlo y Ricardo apretó la mandíbula cuando aquella boca estuvo a menos de diez centímetros de la suya—, pero no una que venga buscando una entrevista entre las cuatro patas de su escritorio. Lástima para usted.
Lola vio cómo las pupilas del hombre frente a ella se dilataban y enseguida soltó su mano, como si quisiera dejarlo con las ganas.
—Entiendo que su necesidad sexual llegue a nublarle la vista, señor Castillo, pero debería usar más su visión periférica —añadió ella caminando hacia un cochecito de bebé y le dio la vuelta para que Ricardo viera dentro a una niña de unos dos años, dormidita—. Esta es la verdadera razón por la que estoy aquí.
Él retrocedió de inmediato, pero esbozó una sonrisa sarcástica y levantó un índice acusador.
—Nooooo, no, linda, esa no va a funcionar. Definitivamente eres el tipo de mujer que me tiraría sin pensármelo dos veces, pero no soy tan estúpido como para embarazar a ninguna mujer.
—Pues en eso tendremos que diferir, señor Castillo, porque puedo garantizarle que al menos embarazó a una —sentenció ella mirándolo a los ojos y ese fue el momento en el que Rafael ya no fue capaz de seguir sin meterse en el chisme.
Dio un par de pasos tentativos dentro de la salita y terminó paseando la mirada desde su mejor amigo hasta la nena en el cochecito.
—¡Mierda! ¡No me digas que embarazaste a la pelirroja y salió esa cosita tan linda…!
—¡Claro que no, no seas baboso! —exclamó Ricardo exasperado—. Y por supuesto que no embaracé a nadie —declaró mirando a Lola con expresión desafiante—. No sé en qué momento me acosté contigo o por qué no te recuerdo, pero esa niña no es mía. Antes de querer encasquetarme un hijo, deberías haber investigado: me hice la vasectomía hace cinco años.
—¡Y esa es una gran noticia, señor Castillo, lo felicito! ¡Siempre es ganancia cuando un hombre como usted no se reproduce! —advirtió Lola con mirada penetrante—. Pero usted no tiene tanta suerte como para haberse acostado conmigo. Yo no soy la madre de la niña, soy la trabajadora social encargada de su caso y Fernanda no es su hija… es su nieta.
