CAPÍTULO 4. Una broma demasiado cruel

Escrito el 22/09/2025
DAYLIS TORRES SILVA

18

 

El primer partido de la temporada llenó el estadio universitario de gritos, risas y banderas agitándose. Jared brilló como siempre: corrió como una máquina, esquivó rivales y, cuando faltaban apenas segundos para el final, anotó los puntos que le dieron la victoria a su equipo. La multitud rugió, los compañeros lo alzaron en hombros y por un momento todo fue euforia.

—¡Eres un maldito héroe, hermano! —gritó Mike, dándole un manotazo en la espalda con tanta fuerza que casi lo tumba de los hombros en los que lo llevaban.

—¡Hoy la fiesta es nuestra! —añadió Ryan, con los ojos brillando de emoción mientras levantaba los brazos como si fuera él quien hubiera anotado.

Pero la celebración no se limitó al campo, sino que los jugadores decidieron extender la alegría a la residencia universitaria. Entraron en tropel, cantando y golpeando paredes, como si fueran una marcha triunfal. Algunos chicos miraban desde las puertas, sumándose o animando, mientras otros se notaban molestos por el ruido.

Entre empujones y gritos, alguien murmuró con voz cómplice:

—¿Y si nos llevamos al perro de Miss Perfecta?

—¿Qué? —rió otro, mirando alrededor para ver si alguien lo escuchaba—. ¡Sería épico, imagínense su cara!

Y la verdad era que el tumulto y el escándalo dentro de la residencia era tal que nadie supo quién fue el primero en concretar la idea. Entre risas y brazos levantados, Atlas desapareció entre la multitud. El perro ladró una vez, confundido, pero el ruido de la celebración lo ahogó como si nadie lo hubiera oído.

Millie, que estaba en su habitación repasando apuntes, escuchó la algarabía pasar. Atlas estaba en la alfombra frente a la puerta, descansando tranquilo, cuando su compañera de cuarto la abrió para salir a celebrar. Un minuto después, al mirar hacia abajo, ya no estaba.

—¿Atlas? —llamó Millie, poniéndose de pie de golpe, con un hilo de voz cargado de alarma. Miró debajo de la cama, en el pasillo, en la sala común, pero todo lo que había era mucha gente con la que tropezarse—. ¡Atlas, ven aquí!

Nada. Su corazón empezó a latir con fuerza. Salió corriendo, con los ojos desorbitados, y el cabello suelto cayéndole sobre los hombros.

—¿Han visto a mi perro? —preguntó a unos chicos que pasaban riendo, con la voz angustiada por la urgencia.

—¿El perrito de Miss Perfecta? —se burló uno de ellos, encogiéndose de hombros con fingida inocencia—. Creo que ya encontró un mejor equipo.

Millie sintió un nudo en el estómago, como si la hubieran golpeado. Subió la voz, desesperada, ignorando las carcajadas de fondo:

—¡Atlas! ¡Atlas!

Corrió por la residencia, abrió puertas, revisó pasillos, empujó a un par de estudiantes que intentaban detenerla, pero todo era inútil. El pánico le nubló la vista, y entonces lo entendió: solo una persona podía estar detrás de algo así.

Nadie se lo tuvo que confirmar, simplemente salió disparada hacia la fraternidad de Jared. No pensó, solo actuó, impulsada por la rabia y el miedo. Cuando llegó, el sonido de la música y las risas la golpeó desde adentro. Empujó la puerta y entró sin pedir permiso.

Los chicos estaban reunidos en la sala principal, con botellas en la mano y la camiseta de Jared en alto, celebrando la victoria. Él, sentado sobre la barra, reía a carcajadas mientras hacía chocar su vaso contra los de los demás.

—¡Qué fiesta, carajo! —exclamó, levantando el vaso por encima de su cabeza, pero ahí se detuvo cuando vio a Millie aparecer en la entrada.

Su respiración era agitada, tenía los ojos enrojecidos y las manos crispadas mientras empujaba a algunos para llegar a él.

—¡Devuélveme a Atlas! —gritó con desesperación y el bullicio bajó un segundo.

Jared arqueó una ceja, sin perder su aire burlón, y se inclinó hacia adelante como si quisiera observar mejor.

—Lo siento, princesa —dijo con una sonrisa torcida, jugando a que nada pasaba—, pero a esta casa no entran chicas feas.

Los demás rieron a carcajadas, algunos golpeando la mesa, otros silbando. Pero si jared Collins creía que estaba a punto de disfrutar la humillación en pijama de Millie Braeden, su sonrisa se desvaneció en cuanto la miró bien. Millie temblaba, tenía la expresión desencajada y las manos apretadas en puños.

—¿Dónde está? —repitió ella, dando un paso hacia él con voz ronca—. ¡Dime dónde está mi perro!

Jared frunció el ceño, ahora genuinamente confundido, mirando alrededor. Nadie parecía saber de qué hablaba.

—Braeden, no vengas a molestar, no sé de qué hablas —dijo con un tono más serio, bajando la voz para que lo escuchara a pesar del ruido.

—¡No me mientas! —gritó ella, con la voz rota y los ojos llenos de lágrimas—. ¡Devuélvemelo, ya!

Su respiración se volvió irregular. Jared notó que sus manos temblaban más fuerte y que sus ojos se perdían en un punto invisible, como si estuviera desconectándose de todo alrededor. Se lanzó de la barra y apartó de un empujón a alguien que se cruzó en su camino.

—Oye, tranquila… —murmuró avanzando hacia ella con cautela, como si se acercara a un animal herido.

Millie retrocedió un paso, pero sus piernas parecían de gelatina, incapaces de sostenerla. Jared hizo un solo movimiento brusco y fue para sujetarle la cara con ambas manos y obligarla a mirarlo.

—¡Hey, mírame! —le ordenó con firmeza, con los ojos clavados en los suyos—. ¿Estás drogada?…

Y la respuesta era “no”, había visto a varios amigos drogados y ella no lo estaba, lo cual definitivamente era mucho peor, porque eso solo significaba…

—¡Joder, está enf…!

Pero ya era tarde. El cuerpo de Millie se desplomó de golpe como si le hubieran quitado toda la energía con un interruptor, y Jared no alcanzó a atraparla. El sonido seco de su cabeza golpeando el suelo resonó en toda la sala, apagando la música y las risas de inmediato.

—¡Mierda! —exclamó él, arrodillándose junto a ella con el rostro desencajado.

Un hilo de sangre empezó a manar de la herida en su frente y Jared sintió que el estómago se le daba la vuelta, que la euforia del partido se le deshacía en cenizas.

—¡Ayúdenme, idiotas! —gritó, levantando a Millie en brazos con desesperación.

Los chicos lo miraban con la boca abierta, paralizados, incapaces de reaccionar. Algunos dejaron caer los vasos, y otros simplemente dieron un paso atrás.

—¡Mike! ¡Las llaves de mi auto! ¡Ahora! —rugió Jared con la misma ferocidad con la que entraba a un partido.

—¿Qué? ¡Yo… yo no…! —balbuceó Mike, buscando en el bolsillo como un niño asustado.

—¡Dámelas! —Fue lo único que gritó mientras corría hacia la puerta, con Millie desmayada en brazos, mientras su sangre le manchaba la camiseta.

El corazón le golpeaba las costillas como nunca antes en su vida. Abrió el auto de un tirón y la acomodó en el asiento del copiloto, sujetándole la cabeza con cuidado como si fuera de cristal.

Y antes de subirse se volvió la cabeza hacia Mike, que lo seguía a la carrera con el rostro lívido y las llaves del coche en la mano.

—¡Averigua quién carajos se llevó al perro! —le gritó, con una furia que hizo temblar a su amigo—. ¡Y procuren que aparezca esta misma noche!