Dos semanas después de la primera broma, Millie cruzaba el pasillo de la residencia con Atlas a su lado, intentando no pensar demasiado en lo que la esperaba al abrir su armario. Desde el incidente del casillero con el pescado podrido, los comentarios y miradas de los estudiantes se habían vuelto más frecuentes, y los chicos del equipo de fútbol parecían haber decidido que burlarse de ella se había convertido en un deporte.
Cada paso por los pasillos la hacía sentir más pequeña, más expuesta; pero no había mucho que pudiera hacer al respecto. Una opción era quejarse con el rector, pero poco o nada podían hacer los administrativos porque en los pasillos la gente seguía poniéndose del lado del chico malo de la universidad.
Y lo peor era que aquello solo podía escalar. Esa tarde, al abrir la puerta de su habitación, Millie se detuvo en seco. Su ropa no estaba en el armario sino tirada por el suelo, la cama y el resto de los pocos muebles; y todas sus blusas estaban marcadas con una letra escarlata en el frente: una gran P, perfectamente pintada, brillante y visible.
Su corazón dio un salto y luego se le encogió.
—¡Esto no puede estar pasando! —susurró con la voz temblando de rabia y frustración—. ¡Mi ropa…!
Atlas ladró bajo, empujando sus piernas con el hocico, como intentando calmarla. Millie agarró la primera prenda que vio, corrió hacia el lavabo y empezó a frotar la pintura, usando agua, jabón, un poco de detergente… pero nada funcionaba; y cada intento fallido la hacía sentir más impotente, más atrapada.
—¡Maldita sea! —susurró, tirando el cepillo con desesperación—. ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?
Pero por más que trató esa noche, no hubo forma de lavar aquello, y al día siguiente no tuvo otra opción que ponerse una chaqueta encima de la blusa pintada. Era pleno verano y el calor le pegaba en la espalda, pero no había alternativa: tenía que asistir a clase. Cada vez que caminaba por los pasillos, sentía las miradas y escuchaba los comentarios susurrados:
—¿Esa es la P de Perfecta? —dijo uno de los chicos que siempre estaba con Jared—. ¿No se cansa de ser tan nerd?
—¿Y a ti no te duele la lengua? —gruñó Millie mirando a Mike sin poner contenerse.
—¿De hablar de ti?
—De lamerle las pelotas a Jared —replicó ella—. ¿O crees que no sé que están haciendo esto para congraciarse con él a ver si los mete al equipo de fútbol? Bueno, pues te tengo una mala noticia: a Jared Collins no le interesa nada más que sí mismo.
Millie tragó saliva, apretando los puños dentro de los bolsillos de la chaqueta. Sus mejillas ardían y la vergüenza se mezclaba con la furia. Entró al aula con pasos rápidos y silenciosos, intentando ignorar las risas contenidas de algunos compañeros que conocía de vista.
—¿Qué pasa contigo hoy? —preguntó una voz femenina a su lado.
—Nada —respondió Millie con la voz tensa, sin mirarla—. Solo… no me siento muy bien.
Pero durante la clase, los comentarios no cesaron, en especial cuando el profesor, que no tenía idea, le preguntó si estaba usando la chaqueta para ocultar algo con el calor que había.
Millie no pudo soportarlo más. Se levantó de golpe y salió del aula sin mirar atrás. Su respiración era rápida, sus mejillas estaban rojas y los ojos le brillaban con lágrimas contenidas. Por primera vez desde que había llegado a la universidad, se sentía completamente derrotada.
Jared estaba al fondo del aula, viendo cómo se iba, y por más que quisiera disfrutarlo, de repente sintió un golpe extraño en el estómago. Había planeado bromas, sí. ¿quería humillarla? También. Pero por primera vez algo en él dejó de ser divertido. La imagen de Millie, con los ojos vidriosos y los pasos apresurados hacia la salida, le provocó una mueca de molestia. ¡Encima tenía que llorar! ¿Por qué tenía que llorar?
Al salir, Millie caminó por el campus, con Atlas trotando a su lado, empujándola con insistencia. Se sentó en el césped bajo un árbol, dejando que el perro se acomodara junto a ella, y sus manos lo acariciaron suavemente.
—No sé qué haría sin ti, Atlas —susurró—. Todo esto… todo esto es demasiado.
El perro la miró, moviendo la cola lentamente, como si comprendiera la frustración y el miedo que la invadían. Millie apoyó la cabeza sobre uno de sus brazos y trató de respirar hondo. Por un momento, se permitió sentir la fragilidad que siempre trataba de esconder. Dependía de Atlas para sentirse segura, para funcionar, para vivir con cierta independencia.
Pero por más bueno que fuera el perro, tampoco podía evitar el acoso que al parecer se había convertido en parte de su día a día. Porque menos de una semana después Millie estaba en clase, concentrada en su cuaderno, cuando alguien se acercó y tomó su mochila mientras ella no miraba. Para cuando se dio cuenta ya solo había dedos señalando en dirección al gimnasio y Millie llegó para ver su mochila colgando de una de las cuerdas de ejercicios. Una de esas con nudos que ella no había logrado subir ni a la mitad jamás en su vida
Y como si eso no fuera lo suficientemente humillante, al pie de la cuerda habían dejado un casco con un cartel que decía:
“Póntelo para que aprendas a trabajar en equipo: empieza por complacer a todo el equipo”. Millie frunció el ceño y respiró hondo. La mezcla de humillación y rabia le provocó un nudo en la garganta, pero la impotencia pesaba más que cualquier otra cosa.
Se giró sabiendo que ni un solo estudiante la ayudaría para no desafiar a Jared, así que buscó a uno de los conserjes.
—Por favor… ¿podría bajarme la mochila? —le pidió y el hombre, sin mucho entusiasmo, se apresuró a buscar una escalera.
—Claro, señorita —dijo ayudándola a descolgarla.
Mientras tanto, Jared estaba al otro lado del gimnasio, listo para disfrutar la broma hasta que vio a la chica acercarse.
—¿Qué va a ser lo siguiente, Collins? ¿Hacerme desfilar desnuda por el campus? —siseó Millie empujando el casco contra su estómago y Jared leyó la grosería pintada en él—. ¿Eso te gustaría? —lo increpó con los ojos húmedos y él dejó escapar un gruñido hosco.
Su rostro se tensó en un segundo y una mezcla de ira y frustración lo recorrió. Él no había mandado a que escribieran esa babosada.
Millie se alejó de allí, y él se quedó de pie mirando al lugar donde no quedaba ya ni su sombra.
—Esto ya es demasiado —murmuró para sí mismo, bajando la mirada y alejándose sin decir nada.
Pero aunque habría podido detener todo con una sola palabra no lo hizo. Simplemente asumió que si él dejaba de molestarla los demás también lo harían, pero pronto aprendería que no había peor error que asumir por los demás.
