Las carcajadas no se hicieron esperar y Jared sintió que le ardían hasta las orejas. La alusión a su reputación de chico fácil no le molestaba, eso lo sabía todo el mundo, pero el hecho de que ella lo dijera de aquella forma era una afrenta mjuy descarada.
Cuando terminó la clase, Millie guardó sus cosas con prisa, pero por más que quiso desaparecer, Jared la interceptó en la salida de la facultad.
—¿¡Qué demonios te pasa!? —le espetó en voz baja, con los dientes apretados—. ¿Tenías que delatarme con el profesor? ¡¿Tanto te costaba ayudarme?
—No era ayudarte, era hacer tu trabajo, que cuenta para tu carrera, no para la mía —respondió ella sin alterarse—. ¿Yo por qué tengo que hacerte las tareas para que tú vayas de flojo por la vida?
—¡Eso se llama “solidaridad”! —La mirada de Jared se volvió intensa, furiosa.
—Entonces solidarízate con otras, solo espero que no te sientas demasiado orgulloso debiéndole tu carrera al montón de gente que la hicieron por ti.
Jared despegó los labios para replicar, pero por primera vez no supo qué decirle, hasta que finalmente una sonrisa torcida apareció en su rostro.
—Muy bien, Braeden. Si quieres jugar así… entonces vamos a jugar —gruñó antes de darse la vuelta y aunque Millie no lo sabía, la verdad era que acababa de sacar lo peor del señorito Narciso al que todos tenían que obedecer.
Tres días después Jared se apoyó contra la pared del gimnasio mientras los demás chicos del equipo de fútbol llegaban uno a uno, con las manos aún oliendo a sudor y proteína en polvo.
—¿Qué tienes en mente? —le preguntó su amigo Spencer con un suspiro—. Tienes cara de que quieres fastidiar a alguien.
—¡Y así será! —dijo Jared, cruzando los brazos y mirando a todos con una sonrisa que mezclaba picardía y autoridad—. Hoy vamos a hacerle una pequeña bromita a Miss Perfecta Millie Braeden.
—¿La chica de primer año que te dejó en evidencia con el profesor?
—¡La misma! —exclamó Jared—. No haremos nada demasiado complicado, solo suficiente para que aprenda que a veces es mejor quedarse calladita.
Los chicos rieron y asintieron, y una hora después, cuando el gimnasio estaba completamente vacío, el plan ya estaba preparado. Jared los guió hacia los vestuarios de chicas, y con manos rápidas y precisas colocaron una bolsa dentro del casillero de Millie.
—Listo —dijo Jared, dando un paso atrás—. Así aprenderá a no creerse tan perfecta.
—¿Y si lo descubre antes de tiempo? —preguntó Ryan, un poco decepcionado
—Tranquilo, nadie estará cerca hasta mañana. Todo saldrá perfecto —respondió Jared, guiñándole un ojo.
Al día siguiente, Millie llegó temprano a su casillero. Tenía la cabeza llena de fórmulas, fechas de entrega y el recuerdo todavía fresco de la última clase de química. Giró la llave, pero en cuanto abrió, un olor penetrante a pescado podrido la golpeó; y sus ojos se abrieron de par en par mientras todas las chicas en aquel lugar se cubrían las narices, protestando.
—¡No, no, no…! —exclamó ella, retrocediendo un paso mientras el hedor subía por su nariz.
Sacó sus cosas con cuidado, pero el daño ya estaba hecho. Toda su ropa de deporte olía a pescado podrido, uno que sacó con el mayor asco del mundo de su casillero para lanzarlo a la basura.
Tenía que ponerse el uniforme de gimnasia para ir a clase; y ya no tenía tiempo para ir a la residencia por otro. Sus manos temblaban al tocar la tela, mientras Atlas se restregaba contra sus piernas, gruñendo bajo, como si compartiera su desesperación.
Al llegar al gimnasio todos la miraron. Algunos contuvieron la risa, otros simplemente disfrutaban del espectáculo. Y al final la profesora se acercó, frunciendo el ceño.
—Millie, ¿qué te pasó? —preguntó, frunciendo la nariz—. Ese olor es insoportable. No puedes quedarte en clase así.
—Yo… lo siento. Alguien me hizo una broma pesada —intentó explicar Millie, pero la voz se le quebró.
—Lo lamento, pero tendrás que retirarte. Voy a marcártelo como inasistencia; y te aconsejo que te alejes de las fraternidades, querida, suelen ser bastante crueles con algunos alumnos —dijo la profesora, con un tono firme.
Millie asintió sin decir nada más, con la sensación de que todos la estaban observando mientras salía de la clase. Se regresó a la residencia, se bañó y cambió de ropa, intentando sacarse de encima el hedor y la vergüenza antes de su siguiente clase. Pero a mediodía, cuando bajó al comedor, se encontró con Jared, que caminaba hacia ella con esa sonrisa arrogante que parecía saberlo todo.
—¿No huelen un poco a pescado? —preguntó en tono ligero, alzando la voz como si fuera una broma sin importancia.
Millie lo miró con los dientes apretados, porque no había que estudiar Derecho para considerar aquello una admisión de culpa.
—Tú fuiste el que hizo eso, ¿verdad? —le espetó.
—No sé de qué hablas —respondió Jared, encogiéndose de hombros y mirando a sus amigos—. Pero bueno, alguien tenía que bajarte los humos. Todo lo que sube tiene que bajar.
Millie atornilló una sonrisa falsa mientras lo miraba de arriba abajo.
—Claro, la cuestión es lo rápido que se baja ¿no? —replicó y un segundo después un murmullo descarado recorría el comedor.
—Ja, ja, ja… Jared… ¡creo que alguien está insinuando que no duras mucho en la cama! —se burló uno de sus compañeros y él sintió cómo se le subía la sangre a la cabeza.
—No sabes con quién te metiste —siseó mirando a Millie a los ojos, pero ella no respondió.
Se limitó a recoger sus cosas y marcharse a su siguiente clase, intentando olvidar la humillación que se le había pegado a la piel junto con el mal olor. Pero las bromas pesadas no terminarían allí.
Dos días después, Millie tenía un examen importante en una de sus materias. Había planeado pasar la tarde estudiando, repitiendo fórmulas y resúmenes, asegurándose de que cada detalle quedara fresco en su memoria. Pero cuando entró en la residencia, se encontró con que alguien había encendido la música a todo volumen. Había toda una fiesta armada, y como si eso no fuera suficiente, algunos chicos del equipo de fútbol habían entrado en su habitación con la complicidad de su compañera de cuarto, riendo y haciendo ruido.
—¡Esto es imposible! —exclamó Millie, tapándose los oídos—. ¡Tengo examen mañana!
—¡Relájate! —gritó uno de ellos, agitando un vaso de soda—. ¡Solo venimos a pasarla bien!
Y ella intentó concentrarse en sus apuntes, pero la música y las risas eran ensordecedoras. Sus manos temblaban, su cabeza dolía y el cansancio empezaba a apoderarse de ella. Dos horas después, sin haber podido estudiar prácticamente nada, se quedó rendida. Al examen por supuesto llegó con ojeras, y se sentó con la sensación de estar completamente derrotada antes de que siquiera comenzara. Y eso le dolía en el alma, porque sus padres habían sacrificado mucho para que ella pudiera estudiar.
Hizo lo mejor que pudo para al menos asegurarse un Aprobado, pero cuando regresó a la residencia, lista para descansar un poco y recuperar fuerzas, lo que encontró en su habitación la hizo llevarse las manos a la cabeza. Su cama estaba cubierta por completo de gelatina, pegajosa, resbaladiza y de un color tan brillante que casi le dolía la vista. Atlas dio un salto atrás, ladrando bajo y olisqueando con cautela.
—¡Esto no puede estar pasando! —gritó Millie, con una mezcla de incredulidad y rabia—. ¡¿En serio tenías que meterte con mi cama, Collins?!
—Yo no he hecho nada… —se escuchó una voz del otro lado del pasillo, que era una declaración de culpabilidad sin remordimientos—. Tu cama es sosa y aburrida. ¿Por qué me importaría tu cama?
—Dime el que no puede meterse en ella —gruñó Millie antes de cerrarle la puerta en la cara.
Y Jared se dio la vuelta con los puños apretados.
—¡No te creas tanto, Braeden! ¡Esto no se ha acabado!
