La vida es un baile entre lo sublime y lo absurdo, una obra de teatro donde el drama y la comedia comparten el mismo escenario. A veces, las cosas no salen como queremos, los planes se desmoronan, el amor se va sin despedirse, y el mundo parece conspirar en nuestra contra. Pero en medio del caos, hay un antídoto infalible: el sentido del humor.
Reírse de la vida es aprender a jugar con lo inesperado, a desarmar la tragedia con una sonrisa, a no tomarnos tan en serio en un mundo que insiste en hacerlo. Es comprender que el ridículo no es un enemigo, sino un viejo amigo que nos recuerda que la perfección es solo una ilusión.
El humor no es negación, no es frivolidad, es resistencia. Es la capacidad de mirar de frente los tropiezos y convertirlos en anécdotas, de encontrar un destello de luz en las noches más oscuras. Es el arte de burlarnos de nuestras propias torpezas antes de que lo haga el destino, de saber que reírse de uno mismo es la mayor muestra de sabiduría.
Las personas que ríen, incluso cuando la vida se pone difícil, llevan un secreto en el alma: han entendido que la risa no borra los problemas, pero los hace más livianos. Que en cada carcajada hay un acto de valentía, un recordatorio de que seguimos aquí, de que el miedo y la tristeza no tienen la última palabra.
Quizá no podamos controlar lo que nos sucede, pero siempre podremos elegir cómo reaccionamos. Y si en esa elección está la risa, entonces habremos encontrado una de las formas más bellas y ligeras de vivir.