Vivimos en tiempos donde todo parece efímero, donde la profundidad ha sido reemplazada por la inmediatez y las conexiones se miden en "me gusta" en lugar de miradas sinceras. En un mundo donde la imagen lo es todo, ¿qué queda de lo auténtico?
Nos hemos acostumbrado a filtrar la vida, a mostrar solo los fragmentos más brillantes, ocultando las sombras, las grietas, las dudas. Escondemos el caos detrás de una sonrisa ensayada, disfrazamos la soledad con mensajes que no dicen nada, buscamos validación en manos de desconocidos que solo ven lo que queremos que vean.
Pero la vida no es una fotografía perfectamente encuadrada. La vida es el temblor en la voz cuando decimos lo que sentimos, es la risa desbordada que nadie grabó, es el abrazo que no necesita testigos, es el silencio compartido entre dos almas que se entienden sin palabras.
Nos prometieron que la tecnología nos acercaría, pero nunca nos habíamos sentido tan distantes. Hablamos sin escucharnos, miramos sin vernos, existimos sin tocarnos. Hemos olvidado que lo más real no cabe en una pantalla, que lo verdaderamente valioso no se mide en seguidores, sino en momentos que dejan huella.
Quizás sea tiempo de detenernos. De soltar el teléfono y sostener una mano. De escribir menos mensajes y compartir más silencios. De recordar que la belleza de la vida no se encuentra en la perfección de lo que mostramos, sino en la verdad de lo que somos.
Porque al final del día, lo único que perdura no es lo que publicamos, sino lo que realmente vivimos.