CAPÍTULO 22. La palabra que le di

Escrito el 09/09/2024
DAYLIS TORRES SILVA


Santiago ni siquiera era capaz de ponerle un nombre a aquello: cansancio, aletargamiento, depresión. Lo único de lo que estaba absolutamente seguro era de que no veía una luz al final de aquel camino. Todo lo que podía recordar de su vida adulta, o al menos todo lo que valiera la pena, tenía que ver con Mateo. Lo extrañaba hasta el infinito, y no importaba cuánto tiempo pasara, simplemente no era capaz de atravesar la puerta de aquel departamento.
Por eso a pesar de que Diego intentó de verdad mantener su palabra de no quitarle los ojos de encima, la verdad fue que ni siquiera se dio cuenta de que Santiago se había escapado de la mansión hasta que entró en su cuarto y se lo encontró vacío, con la ventana abierta.
—¡Como si fuera un condenado adolescente! —gruñó para sí mismo. Pero, después de todo, sabía que esa era la constante entre Santiago y Mateo, porque cuando su hermano lo había dado por perdido, se había arriesgado incluso a meterse en la boca de la Interpol.
Así que, por más que le doliera, no lo sorprendía, y no tenía idea de cómo Santi iba a superar la muerte de Matt. Respiró hondo y se dirigió a la puerta, sacando su celular para hacer las llamadas pertinentes, porque estaba bastante seguro de que alguien en algún bar terminaría por encontrarlo.
Y no se equivocaba, porque ni siquiera había pasado medio día desde que había desaparecido cuando uno de sus hombres llamó para avisarle que Santiago había destrozado medio bar en la frontera con Francia.
—¡Maldición! —gruñó, y mandó a preparar varios autos, porque sabía que los necesitaría. Llegar a la frontera no fue difícil; lo difícil fue convencer al dueño del bar de que aquel hombre, al que habían encerrado en un pequeño cuarto de limpieza, podía ser sacado de allí sin intervención de la policía.
Media hora de negociación desesperante, hasta que una camioneta con el monograma del león en el parabrisas se estacionó frente al lugar, y Diego miró a su hermano con preocupación.
—Déjalo que se encargue —fue lo único que le escucharon decir.
Rodrigo finalmente abrió la puerta del cuartito para ver salir a aquello que era mitad bestia y mitad hombre, y completamente apestoso.
Santiago bufó con impotencia mientras se detenía en medio del círculo de espectadores, y su expresión varió entre sorprendida y consternada cuando vio a Jim frente a él.
—¿Qué haces aquí? —gruñó entre dientes, y sus ojos se posaron de inmediato en su padrino—. ¡No me jodas que fuiste a buscarlo! —le reclamó, sin poder creerlo, pero fue el médico quien le respondió.
—Sí, fue a buscarme porque tiene la esperanza de que te ayude —sentenció Jim, y Santiago le dedicó una sonrisa llena de lástima.
—¿En serio? ¿Cómo planeas hacer eso exactamente? —lo increpó, pero antes de que pudiera rezongar una palabra más, sintió el fuerte y seguro pinchazo de una aguja en su cuello y el escozor del líquido que el médico le inyectaba.
Ni siquiera alcanzó a darle un manotazo para apartarlo, porque todavía no había acabado de sacarle la aguja cuando ya sus piernas cedían bajo su cuerpo, y dos segundos después, Santiago Fisterra era un peso muerto sobre el suelo de madera.
—Así —sentenció Jim, aunque Santiago ya no lo escuchaba; y luego se giró hacia Rodrigo—. Voy a hacer lo que pueda, pero no puedo prometer nada.
Rodrigo asintió e hizo una señal a varios de sus hombres para que recogieran a Santiago y lo subieran a una de las camionetas. Poco después llegaron a aquel icónico edificio en el corazón de Mónaco, y él sentía el corazón encogido mientras entraban al departamento que había sido de Santiago y de Mateo.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Diego, mirando alrededor, porque juraba que aún podía sentir allí la presencia de su hermano.
—Si aquí vivían, entonces la respuesta es sí, estoy seguro —respondió Jim. Luego señaló una de las bolsas que había traído consigo y sacó una pieza—. Y, por desgracia, también estoy seguro de esto.
—Si le pones esa mierd@, Santiago jamás te lo perdonará —le aseguró Diego, pero el médico solo exhaló un suspiro de tristeza.
—No me trajeron para que me perdone. Me trajeron para que sobreviva. ¿O no?
Así que aún con el corazón hecho pedazos, pero con al menos un rastro de esperanza, Rodrigo y Diego se retiraron del departamento para evitar ver cómo Jim arrastraba a Santiago, (porque la verdad era que no había otra forma de moverlo mientras estaba inconsciente), y lo metía en aquella habitación enorme que tanto significaba para él y para Matt.
Siete horas después, Santiago abrió los ojos, tratando de enfocarse en medio de la penumbra, hasta que se dio cuenta de dónde estaba: en el Espejo. Su primera y más violenta reacción fue levantarse... pero no lo logró.
Sentía que la cabeza se le iba a romper de tanto dolor, y un miedo extraño se apoderó de él mientras intentaba moverse, ponerse de pie de alguna forma, hasta que se dio cuenta de que tenía las manos fuertemente atadas alrededor del cuerpo.
—¿Me pusiste una puta camisa de fuerza? ¡¿Pero estás loco?! —gritó, recordando vagamente que en los últimos segundos antes de perder la conciencia había visto a Jim.
¿Entonces era cierto? ¿No era un espejismo? ¿No era una mala jugada de su mente?
Respiró entrecortadamente mientras escuchaba aquellos pasos acercándose. Luego sintió cómo unas manos firmes lo ayudaban a incorporarse y lo recostaban contra una pared, sin liberarlo de aquello que, en efecto, era una camisa de fuerza.
—¿Qué crees que estás haciendo? —gruñó Santiago, mirándolo a los ojos, hasta que el médico se sentó a su lado.
—Terapia de choque, terapia de duelo... No sé, cualquier cosa. Y, a menos que pongas de tu parte, también será terapia de sueño, porque te garantizo que te voy a volver a sedar —le advirtió Jim, con un largo suspiro—. Lo lamento mucho, Santi —murmuró, y solo escuchó aquel gruñido lleno de impotencia y dolor que salió de su pecho—. Dios sabe que daría la mitad de mi vida por no verte infeliz, incluso aunque comprendo muy bien que tu felicidad jamás estará conmigo. Lamento mucho que ya no tengas a Mateo, pero le prometí a tu familia que te ayudaría a sobrevivir, y pienso hacerlo.
—¿Poniéndome una camisa de fuerza, Jim? —siseó Santiago, casi con resentimiento.
—Ese es solo el principio, te lo aseguro. Si tengo que ponerte una vía en el brazo y alimentarte por ahí, lo haré. Si tengo que amarrarte a una cama hasta que te sientas mejor, también lo haré. Y si tengo que meterme en una jaula contigo y dejar que me muelas a golpes, porque sé que esa es tu única forma de expresarte, también lo haré. Pero no voy a dejar que te mueras, porque una vez le prometí a Mateo que no lo haría, y no pienso faltar a mi palabra.
Los ojos de Santiago se llenaron de lágrimas en un segundo, y apretó los labios con un gesto de impotencia mientras su cara se empapaba con aquel dolor salado.
—La pregunta es: ¿Por qué estás faltando tú a la palabra que le diste a Matt? —le preguntó Jim—. Me consta que él habría hecho hasta lo imposible para que tú pudieras vivir. Ahora explícame por qué carajo estás deshonrando su memoria.