CAPÍTULO 4. Teriantropía

Escrito el 28/10/2024
DAYLIS TORRES SILVA


Sophia alzó la cabeza de golpe, con los ojos fijos en la pequeña pelotita que había rodado hasta el estrado de los testigos. Durante un segundo, todo fue silencio en la sala del tribunal. El juez observaba con una mezcla de asombro aquellos ojos extraños de Sophia, y Graham no hizo ni un solo gesto para evitar aquel movimiento felino con que ella se incorporaba sobre la mesa.

—No, no, no… —susurró para sí mismo, anticipando lo que venía, pero quizás no evitarlo fuera lo mejor.

Con la gracia de un verdadero gato, Sophia saltó del escritorio directo al suelo y luego al estrado, aterrizando con una agilidad que habría dejado boquiabierto a un equilibrista. Se agachó, olisqueando la pelotita como si fuera un juguete que acababa de encontrar, y después de tantos días encerrada, ciertamente lo era.

Pero mientras el juez intentaba poner algo de orden, ella solo jugaba con la pelota entre sus nudillos.

Graham arrugó el ceño observando eso: sus manos no se abrían, se mantenían cerradas en puños parciales, simulando las garras cortas de un gato.

—¡Señorita Midleton, le ordeno que se baje inmediatamente! —El tono autoritario del juez lo sacó de sus pensamientos, pero sabía que no serviría de nada.

Sophia, por supuesto, lo ignoró por completo, absorta en su nuevo entretenimiento. En lugar de bajar, trepó con facilidad sobre la silla del juez, haciendo que todos los presentes en la sala contuvieran la respiración. La joven olfateó el respaldo del asiento, se subió al escritorio, tiró el mazo al suelo, y para sorpresa de todos, encontró un paquete de galletas a medio abrir justo en la gaveta del escritorio. En un abrir y cerrar de ojos lo había sacado de su escondite y comenzaba a devorar las galletas con entusiasmo.

—¡Fox! —exclamó el juez, entre la incredulidad y la vergüenza, porque jamás había tenido el trasero de nadie en su sala a la altura de sus ojos y aquello era completamente inapropiado—. ¡Dígale que se baje!

Pero el psiquiatra solo se puso las manos a la espalda y negó encogiéndose de hombros.

—Lo lamento, Su Señoría, pero no puedo hacer eso, o mejor dicho, no serviría de nada —aseguró— Creo que el término correcto para la condición de Sophia sería: “Teriantropía clínica” que es la transformación en cualquier animal. Ella es un gato, no un perro, así que lo lamento, pero no se le pueden dar órdenes.

El juez se masajeó las sienes, frustrado.

—¡Pues me da igual, pero haga algo, porque esto es inaceptable! —rezongó.

Graham sonrió con calma y se acercó al estrado donde Sophia seguía jugando con la pelota. Vio la forma abrupta en que ella la tomaba con los dientes, como si supiera que se la iban a quitar; pero Graham solo le acarició la cabeza con suavidad y habló en un tono bajo.

—Se supone que tienes que comportarte, ¿sabes? —murmuró dulcemente mientras aquella caricia sobre su nuca se extendía hasta la mitad de su espalda—. No está bien comer las galletas de Su Señoría… pero si te gustan procuraré comprarte de estas. ¿De acuerdo? Ahora vamos, ya has tenido suficientes aventuras por hoy.

Sophia se detuvo, dejando caer las migas de la última galleta, y miró a Graham con sus ojos entrecerrados. Ronroneó brevemente y, como si fuera lo más natural del mundo, permitió que él la levantara del asiento del juez. Graham pasó un brazo alrededor de su cintura y se la echó bajo el brazo con facilidad, como si de verdad fuera un gato. Y ella se quedó allí, con los brazos y piernas colgando, como si de verdad fuera un gato.

Pero algo en ella sonreía porque en la boca seguía llevándose la pelotita de Su Señoría.

Graham se dio la vuelta para regresar a su mesa, pero antes agarró lo que quedaba del paquete de galletas y lo deslizó en el bolsillo de su bata antes de que el juez pudiera decir nada.

—Gracias, le mandaré una caja de estas en compensación —aseguró, pero lo cierto era que el pobre juez que había quedado sin pelota y sin galletas.

La sala quedó en silencio por un momento, mientras todos los ojos se quedaban fijos en el doctor y su paciente, que se acurrucó sobre el escritorio y volvió a dedicarle toda su atención a la pelotita antiestrés.

David Harker, que indiscutiblemente también estaba un poco aturdido por la situación, no demoró en levantarse, abotonándose el saco como si eso le diera una mejor perspectiva.

—Su Señoría, creo que todos entendemos que este es un caso complejo. La paciente tiene un comportamiento que refleja instintos asociados con los felinos. Trepa, busca lugares altos, y, como puede ver, se acurruca en cualquier superficie donde se sienta segura. No se trata de simple autopercepción, o de algo que pueda controlarse a voluntad. Es una condición médica que necesita un entorno especial para ser tratada, y debemos coincidir en que una habitación sin ventanas no lo es.

El juez frunció el ceño por un momento, repasando mentalmente toda la escena que acababa de presenciar. Finalmente, dejó escapar un suspiro largo, resignado.

—Doctor Fox, ¿de verdad cree que puede cuidar de esta mujer? —preguntó con preocupación; y Graham le contestó con una sonrisa tranquila.

—Estoy absolutamente seguro, Su Señoría —le dijo con convicción—. Tengo una propiedad privada con cuatrocientos acres de tierra cercada. Es un lugar completamente seguro para ella, donde podrá moverse libremente, trepar y explorar, sin el riesgo de hacerse daño o de poner en peligro a nadie. Además, puedo pagar la pulsera de rastreo más eficiente del mercado en caso de ser necesario.

Y aquello parecía decidirlo todo, porque era claro que nada de aquello lo haría por la muchacha un hospital gubernamental.

—Bien, doctor Fox —dijo con un tono más suave—. Contra todo pronóstico, le concederé la custodia de la señorita Midleton. Creo que, dadas las circunstancias, es lo mejor para su bienestar. Pero se le asignará un psiquiatra externo para visitas y un trabajador social que me mantenga pendiente de su progreso.

Graham asintió, conforme.

—Gracias, su Señoría.

El juez se acomodó en su silla y lo observó por un instante más antes de añadir:

—Espero que sepa lo que está haciendo, doctor Fox.

—Créame, Su Señoría, yo también lo espero —aseguró él con humildad, y un segundo después Graham volvía a levantar a su gata bajo el brazo y se la llevaba del tribunal como si de verdad pesara cinco cuatro kilos y no cuarenta y cinco.

Mientras salían del juzgado, David Harker no pudo evitar sonreír con un toque de sarcasmo porque Graham Fox siempre parecía salirse con la suya.

—¿Vas a devolverle las galletas al juez? —susurró en tono bajo.

—¿Qué galletas? —respondió Graham con una sonrisa ladina, tomando una del paquete y mostrándosela a Sophi, que se la arrebató de inmediato, masticando con todo el gusto—. Acabo de descubrir la primera cosa que le gusta, ¡voy a mandar a comprar como mil de estas! ¿Verdad, Sophi? ¿Verdad que sí?