—¡Largooooooooo!
Aquel grito hizo que Michelle se detuviera en uno de los pasillos del internado, para ver cómo su archienemiga académica empuñaba un bastón de hockey sobre césped y rompía la mitad de aquella habitación.
Frente a ella estaban su querido novio y otra de las chicas de la escuela, en paños muy menores.
—¡Eva por amor de Dios, suelta eso!
—¡Lo voy a soltar cuando te vea saltar por la puta ventana como viniste al mundo, cabrón! ¡Los próximos cuernos se los vas a poner a tu abuela, pero el gusto de verte andar en cueros con esa cosita miserable al aire nadie me lo quita!
—¡Isaac, ya quítale eso, al final eres más fuerte que ella! —chilló la chica detrás de él, pero antes de que al infiel se le ocurriera hacer el primero movimiento, Michelle empujó la puerta y pronto tenía dos palos de hockey apuntándoles.
—¡Calmadito, cabrón, no se te ocurra tocarla! —le advirtió Michelle—. Y tú, pedazo de zorra, tienes dos segundos para largarte de este puto colegio ¡o te aseguro que la próxima que va a hacer la caminata de la vergüenza encuerada vas a ser tú! ¡Largo!
La chica salió corriendo tan rápido como le dieron las piernas y al cochino infiel no le quedó más remedio que saltar por la ventana del segundo piso mientras Eva le quitaba la toalla de un tirón y lo obligaba a exhibir sus miserias por medio campus.
—Gracias por eso —murmuró girándose hacia Michelle y ella se encogió de hombros.
—¿Para qué está la sororidad? ¿Quieres beber hasta caerte? ¡Tengo un tequila por ahí que te va a hacer vomitar hasta a la última de esas cochinas mariposas! —le advirtió y Eva respiró profundo.
—Sí, por favor.
Así que las siguientes horas se las habían pasado bebiendo como cawgirls del lejano oeste.
Eva siempre había sido un desastre sobre dos piernas, el conflicto era parte de su naturaleza, no podía evitarlo, pero aquel caos que la rodeaba siempre no tenía nada que ver con su capacidad para amar y defender a alguien a toda costa.
Eso era, desgraciadamente, lo que había hecho con Isaac Clarke, lo había defendido aun cuando todos decían que era un idiota, pero solo ella había creído que no era más que un chico herido que necesitaba sanar.
—¡Y rrrrrrresulta que la sanación.... incluía follarrrrrrse todo lo que le pasara por delante! —espetó arrastrando la lengua y Michelle se encogió de hombros.
—Bueno, tenemos esta idea mágico—pendeja de que podemos arreglar a los hombres, pero alguna razón debe haber para que la sanadora anterior también lo haya pateado, ¿no?
—¡Cierrrrto! ¡Cierrrrrto! —suspiró Eva—. Hazme un favorrrrr... no em dejes enamorarme de nuevo... ¡Nunca más!
Desde ese día habían sido las mejores amigas, y desde ese día Eva había cumplido aquella promesa y no se había enamorado jamás. Lo que tenía de tierna, sarcástica y loca, también lo tenía en instinto de autoconservación y no hace falta decir que era mucho.
Michelle se había convertido en su hermana del corazón, y no había nada que Eva no hiciera por ayudarla, aunque incluyera conseguirle una camioneta traqueteante para que escapara de la boda a la que su padre quería forzarla, o acompañarla en sus peores momentos de despecho y abandono.
Por desgracia, después de tantos años siendo amigas, Eva casi podía presentir cuando Michelle tenía problemas, por eso se había quedado más que ansiosa el día que supuestamente iba a firmar su divorcio con aquel papacito que se había encontrado tirado en una zanja de carretera.
—¡Si es que yo se lo tenía advertido, pero es que la tarada esta no me escucha! ¡No somos sanadoras! ¡No sé qué tenía que hacer ayudando al imbécil este... que no es que sea un adefesio pero caramba...!
Sin embargo después de no tener ni una señal suya en todo el día, finalmente se fue al pueblo a buscarla. Para cuando llegó ya estaba oscureciendo, y con cincuenta llamadas sin responder, Eva ya estaba que se tiraba de los pelos. Quería esperar lo mejor, de verdad quería, pero en el mismo momento en que llegó al bufete de abogados donde su amiga debía firmar el divorcio y vio allí su camioneta, se dio cuenta de que algo iba terriblemente mal.
—¡Diablos, diablos, ¿dónde te metiste?! —exclamó corriendo hacia el edificio y allí le dijeron exactamente lo que estaba temiendo: que la reunión entre Michelle Dalton y Sebastian Vanderwood para firmar la demanda de divorcio había terminado hacía muchas horas.
—¡¿Entonces por qué su camioneta sigue aquí?! ¡¿Por qué? —increpó al guardia de seguridad del bufete.
—La verdad es que no tengo ni idea, señorita.
Y como esa no era una respuesta válida para una mujer con las agallas de Eva, lo siguiente que hizo fue autocontrolarse y pensar si tenía que ir a la policía o al hospital. Sin embargo había una tercera opción, una que solo podía estar en el único maldito hotel que tenía aquella ciudad.
—¡Por Dios, que hayan arreglado las cosas y esté follando! ¡Solo eso te pido Diosito! ¡Déjame encontrarla infragati con las patas al aire, pero sanita! —rezó, pero para el momento en que llegó al hotel y observó la figura que estaba en el bar... todo lo cristiana se le desapareció en un segundo.
Digamos que Eva y la traición tenían una historia pendiente con mucho odio de por medio, así que en cuanto reconoció al marido (o ex marido) de Michelle, trató de asegurarse antes de mandar todo al demonio.
Sus ojos fueron desde la pantalla de su teléfono donde estaba la foto de Sebastian Vanderwood… y luego al hombre sentado en la barra del hotel.
Y luego a su teléfono… y luego al hombre que era idéntico a la foto y que estaba coqueteando con alguna piruja teñida de bote.
Y luego a su teléfono, porque había que comprobar una tercera vez antes de tomar medidas drásticas... Y luego sí fue por la palanca del coche.
Nadie tenía idea de por qué una chica de veintidós años, pelirroja y curvilínea, en tacones de plataforma de doce centímetros, con jeans a la cadera y blusa con escote tipo: "acércate un poco más y te lo enseño todo", atravesaba como un huracán la recepción de aquel hotel con una palanca de auto en la mano.
Obviamente nadie se atrevió de tenerla.
Obviamente todos se espantaron cuando la vieron hacer un swing digno del mejor beisbolista de las Grandes Ligas, porque entre palancas y bastones de Hockey estaba su especialidad.
Y obviamente que aquella palanca fue a descargarse contra las patas de la banqueta y las del hombre que estaba sobre ella.
Lo vio caer al mismo tiempo que la piruja rubia salía corriendo y él la miraba como si fuera una aparición, una que definitivamente no tendría piedad con sus pantorrillas.
—¡Mi mejor amiga está desaparecida, cabrón! ¡¿Y tú haciéndole ojitos a la primera que te pase por delante en un bar?! —le gritó volviendo a levantar la palanca sobre su hombro—. ¡¿No te alcanza con esposa y prometida?! ¡¿También necesitas una puta de medio tiempo?!
CAPÍTULO 1. Una loca con instinto de conservación
Escrito el 04/09/2024