CAPÍTULO 1. Entre páginas

Escrito el 11/06/2025
DAYLIS TORRES SILVA


Amy empujó la puerta del consultorio con un leve suspiro. La sesión no había sido tranquila, nunca lo era. No era fácil poner en palabras lo que se le revolvía por dentro, pero la psiquiatra la miraba con una paciencia que la hacía sentir, por lo menos por una hora, menos desarmada. Afuera, el sol reververaba sobre la ciudad con esa luz pálida de invierno que apenas calentaba la piel.

Caminó hacia la estación con paso rápido y tomó el metro. Su turno en el restaurante empezaba en menos de media hora y, como siempre, ya sentía el nudo en el estómago. No era el trabajo en sí lo que la tensaba —estar en la caja registradora era simple, casi automático—, sino el ambiente.

Lo había elegido porque era un trabajo donde siempre estaba rodeada de personas y jamás tenía que quedarse sola, pero últimamente, todo parecía volverse más denso allí dentro.

Entró por la puerta trasera del restaurante, saludando con un movimiento de cabeza. El olor a grasa, café recalentado y detergente la envolvió de inmediato. Había algo reconfortante en esa rutina sensorial, pero la tranquilidad no duraría mucho.

—¡Mira quién llegó! —dijo Beth, una de las meseras, con una sonrisa torcida—. ¡Justo a tiempo para mirar cómo trabajamos las demás!

Amy se limitó a pasar a su lado y fue directo a su puesto en la caja. Sabía que si respondía, aquello se convertiría en una discusión innecesaria.

—¿No vas a ayudar con las mesas hoy tampoco? —insistió Beth, acercándose con su bandeja a medio llenar—. Paige se fue, estamos saturadas…

—No es mi trabajo —respondió Amy sin mirarla, concentrada en cuadrar la caja del turno anterior.

—No, claro, tú estás para hacer sumas y restas. ¡Qué emocionante! Es que claro, esto de atender a la gente no es para cualquiera… hace falta carácter.

—Quizás deberías pensar si tu exceso de carácter no fue la razón por la que Paige se fue —murmuró Amy seguido del “klin” de la caja registradora cerrándose, y Beth dejó caer la bandeja sobre el mostrador con un gesto amenazante.

Pero ni ese ni ningún otro haría que Amy accediera a atender a los clientes en sus mesas. Ya lo había aceptado una vez, pero habían bastado dos clientes groseros y una bandeja de platos estrellada contra el suelo para que entendiera que eso no era para ella. No era cobardía, era saber hasta dónde podía manejar su ansiedad sin estallar.

Unos minutos después, el jefe se acercó; un hombre de rostro tenso y voz nasal que nunca alzaba el tono pero siempre dejaba claro un mensaje desagradable.

—Amy —dijo con esa calma forzada que usaba para los regaños—. Sé que la caja es tu responsabilidad, pero hay días en los que necesitamos que todos pongan de su parte.

—Lo sé —respondió ella, apretando el papel de los tickets en las manos.

—Entonces tienes que pensar si realmente quieres estar aquí. A veces toca ponerse la camiseta y comprometerse con el trabajo, ¿entiendes?

Amy asintió sin decir nada más. Pero la camiseta se quedaría en su armario laboral, porque por más que estuvieron desbordados ese día, ella no ejerció de mesera.

Cuando terminó su turno y por fin pudo revisar su celular, casi saltó de emoción al ver un mensaje que había estado esperando. Le avisaban que había llegado un lote de un libro raro de Lovecraft que hacía meses esperaba, así que en vez de ir directo a casa como siempre, caminó hasta la biblioteca. Aquel era su escape, su refugio, pero no tenía dinero suficiente para comprar libros, así que iba con regularidad a la biblioteca a pedirlos.

Al llegar, empujó la puerta con un leve chirrido, y la bibliotecaria la saludó con una sonrisa cálida, pero su rostro se tornó preocupado de inmediato.

—Ay, Amy… vas a tener que esperar otra semana, acaban de sacar el último ejemplar.

Ella frunció el ceño, decepcionada. No había muchos libros que la emocionaran tanto como una edición rara de Los Mitos de Cthulhu que había estado esperando.

—¿De verdad no queda ninguno?

—Lo siento, fue cuestión de minutos. Ese joven de allá adelante —dijo señalando con disimulo—, lo sacó recién.

Amy giró la cabeza. El hombre era joven, alto, de cabello oscuro y despeinado, llevaba una bufanda gruesa y unos lentes redondos que le daban un aire entre profesor y artista bohemio. Sostenía el libro con cuidado, como si fuera un objeto sagrado, pero enseguida levantó la cabeza como si supiera que lo miraban.

—¿Pasa algo? —preguntó y Amy trató de negar, pero la bibliotecaria se adelantó.

—Sí, joven, es que Amy llevaba meses esperando por ese libro, pero no pudo llegar a tiempo para sacarlo.

—Sí, pero no te preocupes. Seguro lo puedo leer en otra ocasión, cuando devuelvan alguno —se apresuró Amy, pero antes de que pudiera escapar el hombre sonrió, y sin pensarlo dos veces, extendió el libro hacia ella.

—Entonces es tuyo. Puedes leerlo primero —cedió y Amy trató de retroceder por instinto.

—No, no, no… tú lo sacaste primero. Está bien.

—Insisto —dijo él—. Yo también llevo meses esperándolo, pero es para un trabajo de investigación. Y si alguien lo espera con esa mirada… merece tenerlo.

Amy lo tomó con timidez, como si le entregaran un tesoro robado.

—Gracias. En serio.

—Josh —se presentó él, ofreciéndole la mano—. Josh Weeland.

—Amy…

—¿Lovecraft te gusta desde hace mucho?

Ella asintió, sin levantar mucho la vista.

—Desde la secundaria —admitió—. Me gusta lo que no se entiende… lo que asusta sin mostrar los colmillos.

Josh sonrió.

—Buena forma de decirlo.

Hablaron un poco más. Bueno, en realidad, él habló y ella respondió con monosílabos o sonrisas nerviosas. No era que le cayera mal, todo lo contrario, pero no estaba acostumbrada a que alguien mostrara tanto interés en lo que a ella le gustaba.

Cuando llegó a su departamento, sacó el libro de la mochila y lo dejó sobre la mesa. Era más pesado de lo que recordaba. Se preparó una taza de té, se puso ropa cómoda y se sentó a leer, esperando que la historia la arrastrara a mundos imposibles.

Pero al abrirlo, algo cayó entre las páginas. Una hoja doblada que desplegó con cuidado para ver una nota reciente, escrita con elegante caligrafía en tinta azul:
“Viernes. 18:45. Parque de la catedral. Lleva el libro.”

Amy la leyó tres veces. No tenía firma. No había más detalles. El papel no olía a nada en particular, pero sentía que llevaba un eco antiguo.

¿Era una broma? ¿Un juego literario? ¿O una invitación? Se quedó mirándola largo rato, sin saber si sentir curiosidad o temor.

Esa noche, como todas las otras, le costó dormir. Pero no volvió a soñar con el secuestro ni con el escape, solo con relojes que se detenían justo a las 18:45.